24 de octubre de 2014
El sembrador y la tierra
El sembrador y la tierra
“Y otra parte cayó en tierra buena, y creció y produjo una cosecha a ciento por uno” (Lc 8:8)
Toda tierra, es decir toda persona, es una tierra buena sólo en el caso que no la transformemos en un camino, o la endurezcamos como una roca o dejemos que las espinas la cubren. En realidad, el asunto no reside en la naturaleza de la tierra. Cuando el Señor utiliza esta parábola, describe perfectamente nuestras actitudes ante su siembra de la Palabra, y expresa las razones que conducen a que todo cuanto Él siembra en nosotros muera sin dar frutos.
La primera pregunta que surge para nosotros al leer o escuchar esta parábola es esta: ¿Cómo puedo ser una tierra buena y no un camino, una roca o una tierra de espinas?
El primer requisito para poder realizar este objetivo es no volverse como el camino que toda la gente pisa. ¿Cuántos cristianos son sendero para toda ideología extraña, buena o mala? ¿O quedan expuestos a toda corriente que circula? Por ello, cabe hacer la pregunta inversa: ¿Qué cristiano examina todo lo que le llega y sucede con él, todo lo que lo invade de pensamientos, filosofías, ideologías, o también de los medios, las políticas, los programas, etc.? ¡Observen cómo los cristianos siguen los medios de comunicación! ¡Están compenetrados con todo mensaje que aceptan sin control ni filtro, en lugar de examinarlos a la luz del Evangelio!
El cristiano, al leer la Palabra de Dios, no debe quedarse en el texto de la lectura y nada más. Todo lo contrario, ha de observar a la luz de la Palabra divina todo pensamiento, y examinar bajo esta misma luz toda ideología, guiándola, corrigiéndola y rectificándola. A esta actitud particular la literatura cristiana ha dado un nombre: “vigilancia”; es decir, vigilar la Palabra sembrada en su corazón y examinar, en base a ella, todo que se le ofrece o acontece consigo mismo.
La segunda condición es no ser una roca, es decir no recibir superficialmente la siembra de la Palabra, tomando la religión sin su esencia, practicando el culto como si fuera una costumbre. En esta perspectiva, la Biblia es considerada como un compendio de relatos y mandamientos; la oración se queda en el umbral del deber, eso en caso que no se haya vuelto farisaica; la vida cultual y litúrgica se vive sin profundidad o sentido, etc. En estas condiciones, viviremos en la Iglesia siendo superficiales. De hecho, cualquier práctica o virtud cristiana queda superficial, si no llegamos a experimentar su profundidad, que es Cristo. Esto conduce a que toda siembra que llega a brotar muera después de un tiempo.
Muchos cristianos aman el cristianismo pero les falta ser motivados por un sentimiento o piedad hacia Cristo. El cristianismo difiere de todas las religiones porque no es “una religión”, pues no es ni una ley ni un libro. Es la vida cristiana cuyo epicentro es el Señor. Tras toda virtud cristiana, cada práctica y culto, en todo momento, hemos de encontrarnos con Cristo. La esencia del cristianismo es la “oración”, es decir el encuentro con el Señor. Por ello, la vida cristiana es “una vida de oración”, en el sentido de que la oración es tener en nosotros “la mente de Cristo”, siempre y en cada suceso, palabra y conducta, y no se trata de recitar oraciones en el templo o en los rincones de la casa. Si el encuentro con Cristo - es decir la oración - no es el objetivo de todo movimiento en nuestra vida, entonces vamos a vivir superficialmente. El criterio de lo profundo es que todo se transforme de lo superficial en “oración”.
La tercera condición es no permitir que se mezclen la siembra con las espinas; es decir, no enmarañar religión y mundo. En otras palabras, no poner a pie de igualdad el Señor y el mundo. La tercera tierra llena de espinas se parece a los cristianos que tienen un gran amor por Dios, por la Palabra y por la Iglesia, pero de igual modo les encanta lo mundano. En ellos, se ven amores a cosas contradictorias. La ideología de la modernidad es estar convencido que es posible combinar dos cosas opuestas al mismo tiempo: Por ejemplo, entre el amor a Dios y a la gula; entre el amor a la Palabra y a la codicia; entre el amor a los pobres y el amor a sí mismo… y así llegar a “reconciliar” la nobleza del apostolado y la bajeza de los intereses y el materialismo.
El asunto es un asunto del corazón, en cuanto se refiere a sus pasiones internas: ¿Acaso el corazón está con Dios? ¿Acaso sus deseos son nobles, o somos una tierra de espinas? Aquí interviene el papel del ayuno en la vida cristiana. El propósito del ayuno es guiar los deseos. El ayuno es corregir el “gusto” del ser humano y rectificar la “sed” humana. El corazón no puede dividirse en dos partes, pues el Señor dice: “Hijo mío, dame todo el corazón” (Pro 23:26). Así que la tercera condición es la del “ayuno”.
La Iglesia celebra a los ascetas inspirándose de esta parábola al cantar este himno: “Por las vigilias, los ayunos y las oraciones, han recibido los dones celestiales (es decir, la siembra), por ello, produjeron una cosecha con sus labores a ciento por uno”. En estos tres artes reside la verdadera siembra, la que hace que nuestra tierra sea buena, y no un camino o una roca dura, sino una vida cristiana libre de toda espina. Por ello, la frase más bella es la que concluye el texto bíblico: “El que tiene oídos para oír, que oiga”. Amén.
Homilía de Monseñor Pablo Yazigi, Arzobispo de Alepo
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