29 de agosto de 2015
la Dormición de la Santísima Madre de Dios
San Teófano el Recluso
Sermón para la Dormición de la Santísima Madre de Dios
Luego de la muerte en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, Su Santísima Madre vivió cerca de
quince años en Jerusalén en la cada del santo apóstol Juan el Teólogo, a quien le fue
encomendada por el mismo Cristo desde la cruz. Y llegó el momento de trasladarse a la morada
celestial de Su Hijo. La Tradición cuenta que mientras la Madre de Dios oraba en el monte de los
Olivos se le apareció el Arcángel Gabriel con una rama de palma y le anunció que en tres días su
vida terrenal iba a llegar a su fin.
La Santísima Virgen se alegró inefablemente al escuchar esta noticia y comenzó a prepararse. Para
el día de su fallecimiento, el Señor dispuso que, milagrosamente todos los Apóstoles, enviados a
predicar por todo el mundo, se reunieran en Jerusalén a excepción del apóstol Tomás. Ellos fueron
testigos de su pacífica, tranquila, santa y bienaventurada partida. El propio Jesucristo en toda su
gloria celestial y rodeado de una incontable multitud de ángeles y espíritus rectos se apareció para
recibir el alma de Su Santísima Madre y con gloria la elevó al cielo.
Así finalizó Su vida terrenal la Santísima Virgen María. Con velas encendidas y cantando salmos los
apóstoles llevaron el cuerpo de la Madre de Dios a Getsemaní, donde estaban sepultados Sus
padres y el recto José. Los incrédulos sumos sacerdotes y escribas, sorprendidos por la grandeza
del cortejo fúnebre y enfurecidos por los honores rendidos a la Madre de Dios, enviaron a sus
siervos y soldados a que dispersen a la multitud y quemen el cuerpo de la Virgen. El pueblo y los
soldados exaltados con furia atacaron a los cristianos, pero fueron cegados. En ese momento,
pasaba por allí Atonio, sacerdote judío, quien se abalanzó sobre el féretro con la intención de
voltearlo, pero no bien tocó el lecho con sus manos, un ángel le cortó ambas manos: las partes
cercenadas quedaron colgando del féretro y Atonio cayó al piso en un grito.
El apóstol Pedro detuvo la procesión y le dijo a Atonio: “Convéncete de que Cristo es el verdadero
Dios”. Atonio confesó inmediatamente a Cristo como el verdadero Mesías. El apóstol Pedro le
ordenó a Atonio que rece con fervor a la Madre de Dios y que apoye la parte cortada de sus brazos
a las manos que colgaban del féretro. Inmediatamente las manos se unieron al brazo y sanaron,
solo quedó una cicatriz en el lugar del corte. El pueblo y los soldados enceguecidos con
arrepentimiento tocaron el lecho y recobraron la vista, no sólo la corporal, sino también la
espiritual, y todos con devoción se unieron a la procesión.
Tres días después del entierro de la Madre de Dios, llegó a Jerusalén el Apóstol Tomás que no
pudo arribar a tiempo por voluntad de Dios. Expresó su deseo de venerar Su purísimo cuerpo.
Cuando se abrió la gruta donde fue sepultada la Virgen María, Su cuerpo no fue encontrado. Al
anochecer, durante el ágape, pudieron ver a la Virgen María suspendida en el aire, rodeada de
Ángeles y envuelta en un brillo de gloria celestial. Ella les dijo a los Apóstoles: “¡Alégrense! ¡Estaré
con ustedes todos los días!”. Los apóstoles exclamaron: “Santísima Madre de Dios, ayúdanos”.
Esta aparición de la Virgen convenció plenamente a los apóstoles de Su resurrección y, a través de
ellos, a toda la Iglesia. La Madre de Dios visitaba con frecuencia los lugares bendecidos por los
santos pasos de Su Hijo, de donde surge la costumbre entre los cristianos de imitarla y visitar
lugares sagrados.
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