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05 de diciembre de 2016

Presentación de la Santí­sima Virgen en el Templo

Sermón del Metropolitano Filaret para la Fiesta

«Hoy el Templo vivo de Dios, la Virgen, es ofrecida al Templo y Zacarí­as la recibe. Hoy se regocija el Santo de los Santos».

Recién escuchamos cómo el coro cantaba estas palabras en la cuales la Iglesia describe el solemne suceso que recordamos hoy en esta gran fiesta.

La Iglesia dice: «Hoy se regocija el Santo de los Santos». Y nosotros sabemos que en el Akatistos a la Madre de Dios también decimos: «Regocí­jate, más grande que el Santo de los Santos», es decir, ¡regocí­jate Tú, que eres más grande que el Santuario, que el Santo de los Santos!

La historia de la fiesta nos dice que los piadosos padres, Joaquí­n y Ana, según lo prometido, trajeron a su pequeñita hija Marí­a de tres años al Templo de Dios para entregársela. La acompañaban las ví­rgenes con velas y, cuando entraban al templo la salió a recibir el propio Zacarí­as, Sumo Sacerdote.

Según relata la tradición, Ella siendo aún muy pequeña, solo con tres años, subió por las escaleras hacia él y, por inspiración del Espí­ritu Santo, Zacarí­as hizo aquello que no hubiera hecho nunca de otro modo, la llevó al Santo de los Santos, al recinto en el que mí­sticamente habitaba el mismo Dios, lugar a donde ningún pie humano, ni siquiera el sacerdotal pisaba, y a donde sólo el Sumo Sacerdote tení­an derecho a entrar una vez al año para incensar y orar. ¡Un dí­a al año! Pero ese no era ese dí­a, sin embargo, por inspiración del Espí­ritu Santo, el recto Zacarí­as entró con esta pequeñita de tres años al Santo de los Santos para que allí­ fuera educada.

Otra oración de la iglesia dice: «como santificada». Y la tradición relata que la Virgen con frecuencia iba al Santo de los Santos, allí­ se le aparecí­an los ángeles; el Arcángel Gabriel le traí­a el alimento.

Y por ello, cuando leemos sobre el otro gran suceso, la Anunciación a la Madre de Dios, el Evangelio nuevamente menciona que al ver al Arcángel Gabriel, la Santí­sima Virgen Marí­a no se sorprende por verlo, sino de sus palabras, ya que el propio Arcángel le era conocido desde hací­a mucho, de todas las veces que se le apareció en el Santo de los Santos. Pero esta vez escuchó una salutación inusual: «Regocí­jate, Bienaventurada, el Señor es contigo, bendita Tú eres entre las mujeres», — este saludo inusitado es lo que la turbó y la llevó a pensar qué significado tendrí­a.

Según la Tradición, luego de la Presentación en el Templo, Ella quedó viviendo allí­. Allí­ rezaba, allí­ trabajaba, estaba en el Santo de los Santos como ya fue dicho, los ángeles le traí­an el alimento.

¿Cómo tratamos nosotros el templo de Dios? Para el cristiano, el Templo de Dios tiene que ser igual a como era en la antigíüedad para el salmista que escribió: «Me regocijé a los que me dijeron: iremos a la casa del Señor» (Salmo121:1). ¡Es decir, me alegré al escuchar que me dijeron que iremos a la casa del Señor! ¿Hacemos nosotros lo mismo? ¿Valoramos el templo de Dios? ¿Amamos el templo de Dios? ¿Tratamos de ir cada vez que tenemos oportunidad de hacerlo sorteando todo obstáculo? Sabemos que no siempre es así­. Vemos aquí­ que trajeron a la Santí­sima Virgen Marí­a, siendo una pequeña niña al templo y ese templo se hizo su lugar querido. Allí­ viví­a, estaba cerca siempre cerca de ese lugar. Lamentablemente con frecuencia ocurre que nuestros niños muy pocas veces ven el templo de Dios.

¡Bendito el niño a quien sus piadosos padres llevan siempre a la iglesia! Lo que el niño recibe en la luminosa, espiritual y llena de gracias atmósfera del templo es incomparable con ninguna riqueza. Lo que almacena una joven alma en esos tiernos años infantiles será su tesoro, su capital espiritual y el mejor antí­doto contra la vulgaridad y suciedad de la vida, con las cuales muy rápidamente se topará. ¡Qué alegrí­a serí­a ver nuestras iglesias siempre colmadas de niños! Pero podrán ver que ello no es así­, ni siquiera para las grandes fiestas. Deberí­amos reflexionar sobre eso, no sólo los padres, sino los educadores, docentes, cristianos, todos deberí­amos pensar sobre cómo darle la posibilidad a esas almas jóvenes, recién florecientes a obtener ese capital espiritual en el templo de Dios, para que las personas puedan utilizarlo a su debido tiempo y para que se constituya en su riqueza espiritual, no sólo en esta vida, sino también en la futura. Debemos pensar y esforzarnos para que nuestros hijos vengan con más frecuencia al templo, que lo amen y traten de estar siempre en él. Siempre hubo, y ahora también las hay, familias donde los pequeños hijos aman tanto el templo de Dios que no se agobian por los oficios a tal punto que no son los padres que los traen a la iglesia, sino los hijos los que traen a los padres diciendo— «¡Más rápido! ¡Apúrense!».

Bendita aquella familia en que es así­. Reflexionemos sobre ello, queridos hermanos, preocupémonos para que nuestros hijos crezcan como verdaderos cristianos, fieles hijos de la Iglesia Ortodoxa y amen el templo de Dios y su ambiente piadoso y de oración. Amén. 

 
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