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Iglesia Ortodoxa Rusa en la Argentina - Sermón de Teofaní­a Del Metropolitano Filaret (Voznesensky)
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22 de enero de 2017

Sermón de Teofaní­a Del Metropolitano Filaret (Voznesensky)

El dí­a de la fiesta de Teofaní­a –el Bautismo de nuestro Señor– no está de más que todo cristiano ortodoxo recuerde otro bautismo, su propio bautismo, en el cual cada uno de nosotros prometió, por medio de sus padrinos, a Dios que siempre negará a Satanás y sus obras y que siempre se unirá a Cristo.

Vuelvo a repetir, que esto es muy apropiado para el dí­a de hoy. Ahora oficiaremos el solemne rito de la bendición de las aguas. Su centro, su parte más importante, es una sublime oración en la cual se glorifica al Señor y se invoca la gracia del Espí­ritu Santo sobre el agua por ser bendecida. Esa oración comienza con las bellí­simas palabras: “Grande eres, Señor, y maravillosas son Tuso obras y no ninguna palabra es digna para proclamar Tus milagros”. Aquel que haya presenciado el sacramento del bautismo y lo siguió con atención, sabe que la oración que se reza para la bendición de las aguas en las que se va a bautizar la personas, comienza con esas mismas palabras, y la primera parte de la oración es exactamente igual tanto la que se reza en la Gran bendición de las aguas como la que se pronuncia en el bautismo. Solo cambia la última parte donde la oración para el bautismo se cambia en relación con el sacramento, cuando se bautiza una nueva alma.

Por todo esto, serí­a muy útil recordar las promesas dadas durante el bautismo por o de parte de cada uno de nosotros. Cuando una persona se bautiza de adulto, como ocurre a veces hoy en dí­a y era muy frecuente en la antigíüedad, ella misma hace las promesas de su parte. Si se bautiza de niño, las promesas las pronuncian su padrino o su madrina en su nombre. Esas promesas dadas a Dios de negarse a Satanás y de todas sus obras y de unirse a Cristo, muy a menudo son olvidadas por las personas, y hasta hay muchos que no saben nada de ellas ni de que fueron dadas y que deberí­an pensar en cumplirlas.

   ¿Y qué pasarí­a si en el último dí­a de la historia de la humanidad en la tierra, en el dí­a del Temible Juicio, resulta que la persona hizo esas promesas (o las dieron sus padrinos en su nombre) y él no sabe qué juramentos son y qué es lo que prometió? ¿Qué ocurrirá con esta persona?

Piensen, hermanos, lo que significa negarse a Satanás y de todas sus obras y unirse a Cristo.

Ahora vivimos unos tiempos en los que la humanidad está dominada por una vanidad y ajetreo que son contrarios a Dios, reina el enemigo del hombre y, como se decí­a antaño, éste obliga a casi todos a “bailar a su son”. Todo ese ajetreo del que se compone nuestra vida actual es contraria a Dios, en ella no hay lugar para Dios, sino que la dirige el enemigo de Dios. Si nosotros prometimos negarnos a Satanás y todas sus obras, entonces debemos cumplirlo tratando de no sofocar nuestra alma con esos trajines sino negarnos y recordad lo que dice la Iglesia: “sólo una cosa es necesaria”: recordar que debemos unirnos a Cristo, es decir, no solo cumplir Sus mandamientos, sino intentar unirnos a Él.

Reflexiona sobre esto, alma cristiana, en este dí­a de la radiante, gran fiesta. Piensa y reza para que el Señor te enví­e una firme fe y decisión de cumplir esas promesas y no hundirte en los trajines de mundo que nos hacen perder el ví­nculo con el Señor, con Quien prometiste unirte para siempre.

La fiesta de hoy se llama el Bautismo de Nuestro Señor y también Teofaní­a, pero aquellos que conocen bien las reglas de la Iglesia, saben también que a veces también se la denomina “fiesta de las santas Teofaní­as” en plural. ¿Por qué? Porque, por supuesto, el centro de lo que recordamos el dí­a de hoy lo cantó el coro: “El Verbo Dios apareció a la humanidad en la carne”. El encarnado Hijo de Dios, sobre cuyo nacimiento sabí­an muy pocos al momento de acontecer, “apareció a la humanidad”, ya que Su bautismo es como Su entrada triunfal a Su servicio, el que realizó a partir de eses momento y hasta su muerte y resurrección.

    Y al mismo tiempo, la fiesta de hoy se caracteriza por lo que se canta en el Tropario de este dí­a: “se reveló la adoración a la Santí­sima Trinidad”. Las tres Personas de la Santí­sima Trinidad por primera vez aparecieron separadas, por lo que la fiesta se denomina, repito, “la fiesta de las santas Teofaní­as”. Los hombres escucharon la voz del Dios Padre: “Este es Mi Hijo muy amado, en quien tengo contentamiento” (San Mateo 3:17), el Hijo de Dios era bautizado por Juan (leemos en el Evangelio que San Juan el Bautista se sintió un poco perdido cuando se le acercó el Salvador del mundo y trató de frenarlo), y el Espí­ritu Santo en forma de paloma descendió del Padre hacia el Hijo. De esta manera, por primera vez “se reveló la adoración a la Santí­sima Trinidad” por ello la Iglesia así­ lo canta en el tropario y por eso la llama “la fiesta de las santas Teofaní­as”. Cristo el Salvador apareció para comenzar su servicio salví­fico.

Hace poco, en la fiesta de la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo decí­amos que con su nacimiento en un pobre pesebre, el Señor de manera especial resaltó que rechazaba toda gloria, suntuosidad y esplendor terrenales, porque se digno a nacer no en un palacio real o ricos salones, sino justamente en estas condiciones tan pobres y humildes. Con ello enseguida mostró que trajo al mundo un nuevo comienzo, el principio de la humidad.

   Vean cuán fiel es a Sí­ mismo, dado que hoy, en esta gran fiesta, Él demuestra ese mismo principio de humidad de manera evidente e indubitable para nosotros. Porque, ¿a dónde vino? Al Jordán. ¿Para qué? Para ser bautizado por Juan. Pero los que vení­an a Juan eran pecadores, que le confesaban sus pecados y se bautizaban. Empero Él no tení­a pecado alguno, “no fue tocado por el pecado”, totalmente libre y limpio del mismo, y así­ y todo, humildemente se pone en la fila con los demás pecadores como si necesitara de ese baño purificador con el agua. Pero nosotros sabemos, que no lo purificó el agua, a Él santí­simo y sin pecado, sino que él santificó el agua al dignarse ser lavado en ella, como se cantó hoy: “Hoy la naturaleza y la esencia del agua se santifica”. Jesucristo trajo a la tierra el principio de la humildad y le fue fiel a lo largo de toda su vida. Pero eso no es todo. Él nos dejó un mandamiento: “Venid a Mí­ todos y aprended de Mí­, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis paz para vuestras almas” (San Mateo 11: 28-29).

Recuerden otra fiesta radiante y regocijante: la Anunciación. La Santí­sima Virgen Marí­a escucha la buena nueva del Arcángel quien le dice que a través de Ella se encarnará Dios. ¿Qué dice esta alma santí­sima, purí­sima e incorrupta, cuando va a visitar a Su pariente Elizabeth para compartir con ella Su felicidad? Ella solo dice: “Engrandece mi alma al Señor, y se regocijó Mi Espí­ritu en Dios Mi Salvador, porque ha mirado a la bajeza de su criada” (San Lucas 1:46-48). Esta humildad era la belleza de su espí­ritu. Del relato sobre la Anunciación sabemos que el Arcángel se le apareció en el momento cuando Ella estaba leyendo la profecí­a de Isaí­as sobre la encarnación del Señor de una virgen, y no cruzó Su mente el referir este relato a Sí­ misma, solo pensó en la profundidad de Su humildad: “Cuán feliz serí­a si pudiera ser la última de las criadas de esta bendita Virgen…”.Y es allí­ cuando se le presenta el Arcángel Gabriel con su buena nueva. Es esa humildad la que observó el Señor, Quien es Él mismo manso y humilde. Él nos mandó a nosotros también ser humildes, a pesar de los principios de orgullo y egolatrí­a que imperan en la humanidad actual.

   Observen, ¿por qué tenemos tantas discrepancias, aún dentro de la Iglesia y las parroquias? Porque en todos lados se chocan los enardecidos egoí­smos humanos, empero se en nuestro interior tuviéramos la humildad a la que nos llama el Señor, nada de esto ocurrirí­a.

Aprendamos de nuestro Salvador, Quien como el último de los pecadores se acercó a Juan para ser bautizado por él. Aprendamos de Él esa virtud aromática y de amor a Dios sin la cual, como decí­an los Santos Padres, ninguna otra virtud puede perfeccionarse.

Amén.

 
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