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24 de mayo de 2017

La Ascensión de Nuestro Señor

Quisiera transmitirles un par de palabras sobre la fiesta de hoy. El Señor en Su Evangelio, como lo relata el santo apóstol y evangelista Juan, dice: Cuando el Hijo del Hombre sea levantado de la tierra, atraerá a todos consigo (San Juan 12:32). Y estas palabras se relacionan con dos acontecimientos en la vida del Salvador, Hijo de Dios, que se hizo Hijo del Hombre, nuestro hermano en la carne, como lo dice el propio evangelista y lo repiten los Padres de la Iglesia.

Cristo fue elevado de la tierra a la baja altura de la cruz de la pasión. Tanto amó él al mundo, a cada hombre, a cada alma perdida, que quiso sufrir la Pasión y la muerte por nosotros.

Y los corazones de muchos se convirtieron a Él, cuando vieron que Dios es capaz de un amor tal por el hombre, que no se avergonzó de convertirse en uno de nosotros, de adoptar nuestra carne.

Se apaga Su gloria, toma Él la imagen de un siervo abatido y muere por el amor y la fe que Él tiene en el hombre. Muchos corazones se convirtieron a Él, muchos se sintieron atraí­dos a Él en ese momento. Para los apóstoles ese fue un quiebre decisivo en sus vidas, para el centurión que estaba ante la Cruz, fue una revelación Divina, y con el testimonio de ellos nació todo el mundo cristiano. Sí­, así­ es, con su muerte Él atrajo a muchos.

Pero en su salví­fica Pasión, Él no sólo incluyó a quienes entonces supieron responder al amor Divino y a la fe del Señor en el hombre. Estando clavado en la Cruz, reza: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen (San Lucas 23:34). Y en esa oración, unió en Su corazón a quienes lo clavaron en la Cruz, a quienes lo entregaron, a quienes lo juzgaron injustamente, a quienes lo golpearon en el juicio ante Pilatos, a quienes lo vituperaron… Él incluyó a todos en Su amor. Y cuando el Señor elevó esa oración, ¿acaso el Padre no lo escuchó?

Con Su sangre, Sus sufrimientos, Su muerte Cristo se ganó el derecho de perdonar, y perdonó. Y no existe ningún hombre que de una u otra manera no se encuentre bajo el amparo de esta oración del Señor: perdónalos, Padre, porque no saben lo que hacen… No sabemos nosotros, los cristianos, lo que hacemos, cuando vivimos de manera indigna al Evangelio, no saben lo que hacen los que persiguen a la Iglesia, cuando se rebelan ante el Dios Vivo y Su Cristo.

Pero a todos los cubre la oración de Cristo: perdónalos, Padre, porque no saben lo que hacen… En ese sentido, no atrajo sólo a algunos hacia Sí­, sino que como con un nudo de amor ligó a todos y a todos los elevó con Su oración al trono del Señor. El misterio de la salvación es profundo, no sabemos qué decidirá el Señor en la última hora sobre cada uno de nosotros, y sobre aquellos sobre cuya salvación tan fácilmente dudamos. Pero el Señor también nos eleva de otra manera. En este dí­a de la Ascensión, Él subió a los Cielos con su cuerpo humano aunque glorificado y resucitado, y con Él nuestra humanidad entró en el profundo misterio de la Todo Santa y Divina Trinidad.

En una de sus homilí­as, San Juan Crisóstomo dice: si quieres medir la grandeza humana, no mires a los tronos de los reyes, no busques en los lugares donde moran los poderosos y fuertes de este mundo. Eleva tu mirada al Trono de Dios y allí­ verás sentado a la derecha de la gloria de Dios al Hijo del Hombre. Allí­ Él reveló nuestra verdadera naturaleza, nuestra verdadera vocación, aquel lugar a donde estamos llamados: la diestra del Dios y Padre.

Ese camino no es fácil, aunque la fuerza no es nuestra, sino proviene del propio Dios. No es con nuestros esfuerzos que nos elevaremos al Cielo, no es con nuestras fuerzas que lograremos la salvación. Cuando el apóstol Pedro le preguntó al Señor: ¿quién puede salvarse? Su respuesta fue: Para los hombres es imposible; mas para Dios, todo es posible (San Marcos 10:27).

Nuestra debilidad no nos impedirá elevarnos hasta el trono del Señor, postrarnos ante los pies del Salvador y pedir misericordia. El apóstol Pablo cita las palabras que Cristo le dijo: la fuerza divina en la flaqueza se perfecciona (2 Cor. 12:9). No en aquella flaqueza que nos es tan usual cuando somos perezosos, cuando no usamos la fuerza que le pertenece al Señor y que nos otorga con tanta generosidad. Sino otra: la debilidad de un alma flexible y obediente, la flaqueza que colma al hombre cuando la fuerza de Dios actúa en él y a través de él. Como la vela frágil y débil de un barco se llena con el viento y lo impulsa, así­ también la debilidad humana puede ser colmada del aliento del Espí­ritu Santo y llevarnos a la victoria, a aquella costa donde está la vida eterna.

Es cierto que en la debilidad se perfecciona la fuerza de Dios, pero para ello es necesario entregarse a las manos del Señor, primero hay que responder a la ascensión del Señor a la cruz, que nos abre el amor divino y nos testimonia cuánta fe tiene Dios en el hombre. Él está presto a ser uno de nosotros y morir con la seguridad y la esperanza victoriosa de que Su muerte replicará en cada corazón, que transformará cada vida de lo terrenal a lo celestial, y a cada uno de nosotros, en miembro del vivificador, trémulo, frágil pero invencible, Cuerpo de Cristo. Hay una cosa que nos puede detener. Recuerden el Evangelio donde se relata cómo Cristo hablaba con sus discí­pulos camino a Jerusalén y les decí­a que debí­a morir en la cruz y resucitar (San Mateo 20:18-19). Entonces dos de ellos, olvidando, sin darse cuenta, pasando por alto la terrible noticia de los sufrimientos de Cristo por venir, se acercaron recordando sólo Su victoria y le comenzaron a pedir que cuando se entronizara, les sea dado estar uno a Su derecha y otro a Su izquierda.

Entonces el Señor los previno severamente, y les dijo: ¿pueden ser bautizados con el bautismo que Yo recibiré? (que en la traducción del griego significa: ¿están listos para sumergirse allí­ donde yo me sumergiré, al terror al que Yo tengo que ir de lleno?), están listos para tomar del cáliz del que yo tomaré?

Dicho de otro modo: antes de que se sienten en Mi gloria, ¿están listos por amistad conmigo, por amor a Mí­ compartir también el destino terrenal? Y ellos contestaron: sí­. Allí­ recobraron el sentido cuando comprendieron que pedí­an paz para sí­ con la sangre de Cristo. Jesucristo les recordó que si son uno con Él, entonces deben derramar sangre, ir al martirio, aceptar la cruz, seguirlo a cualquier parte que Él vaya: no sólo la gloria, sino también al sufrimiento, a la terrible noche de Getsemaní­, a los golpes ante el Sumo Sacerdote y ante Pilatos.

Por ello, a nosotros también se nos dice con las palabras de los Padres: derrama tu sangre y recibirás el espí­ritu. Estas parecen a veces palabras terribles, pero si recordamos la victoria del Señor sobre la cruz, la victoria sobre la muerte, sobre el mal, sobre el odio, la ascensión en gloria, si recordamos la incontable cantidad de hombres, mujeres y niños que creyeron de tal manera en Dios, que siguieron el camino de Cristo, entonces nosotros también podemos transitar este camino con fe, no en nuestras fuerzas, sino justamente en nuestra debilidad, sabiendo que por ser nosotros débiles es que somos invencibles, por ello la Iglesia es inconquistable, porque Dios está con nosotros y la fuerza divina se perfecciona en la debilidad. ¡Que así­ sea por los siglos de los siglos! Amén.

 
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