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28 de agosto de 2017

La Dormición de la Madre de Dios

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo.



Hoy celebramos el dí­a de la Dormición de la Santí­sima Madre de Dios. ¿Cómo se puede festejar el dí­a de la dormición, el dí­a de la muerte? Sólo si recordamos dos cosas. En primer lugar, que para los que quedamos en la tierra, la muerte es una amarga y dolorosa separación con aquellos a quienes amamos, pero para quien muere, el fallecimiento, su dormición, es el encuentro triunfal y grandioso del alma con el Dios Vivo. Durante toda nuestra vida procuramos esa plenitud de la vida que nos prometió el Señor; los sepamos o no, esa plenitud la encontramos solo en Dios. Y por ello resulta que tanto los que lo saben, los santos y fieles verdaderos, como los que dudan, o los que no lo saben, a aún los que lo negaron durante toda su vida, el dí­a que su alma se separe del cuerpo, se presentarán ante el Dios Vivo, que es vida, felicidad y belleza. Como lo escribió el padre Alexander Elchaninov, no hay alma que, habiendo visto la belleza Divina, empapada del amor de Dios y la luz de la vida eterna, no se postre ante Sus pies y no diga: “¡Señor! Sólo a Ti he buscado en el transcurso de toda mi vida…”.

En todos los caminos, tanto los verdaderos como los erróneos, el hombre busca esa plenitud, esa inefable belleza, ese sentido y ese amor que todo lo vence, todo lo purifica, todo lo transfigura. Por eso, cuando nos enfrentamos a la muerte de un ser querido, sin importar cuán profundo sea nuestro dolor, debemos poder persignarnos, ponernos delante de la Cruz del Señor, prosternarnos y decir: “¡Sí­, Señor! Me ha visitado la pena tal vez más grande que me podí­a tocar, pero me alegro porque el alma viviente de mi ser amado hoy ha sido honrada de comparecer ante Tu gloria y hacerse parte de la plenitud de la vida y la gloria que transfigura….”.

No en vano también decimos que la dormición, como nos lo recuerda con frecuencia el apóstol Pablo, es un sueño temporal de nuestro cuerpo hasta el dí­a de la resurrección. Por ello, al celebrar la Dormición de la Madre de Dios, no sólo creemos que Ella resucitará el último dí­a como todos nosotros, sino que con certeza sabemos por la tradición apostólica y por la experiencia de la Iglesia (de los santos, pero también de los pecadores que Ella ha restaurado con Su amor, misericordia y compasión) sabemos que Ella ya resucitó en la carne y entró a aquella vida que nos será revelada en el final de los tiempos. Por eso es que podemos celebrar hoy con alegrí­a plena el dí­a de la Dormición de la Madre de Dios, cuando cayeron las ataduras de su carne, cuando se liberó de los lí­mites de la existencia creada, cuando salió de las estrechas fronteras del mundo caí­do, y en toda gloria, en toda Su inefable belleza y pureza se presentó ante el rostro de Su Hijo y Dios, y ante la faz del Dios Padre…

Nuestra alegrí­a puede ser plena, sin lágrimas, sin penas: este es el triunfo de la vida, pero también es para nosotros testimonio de que la resurrección no es una palabra vací­a, que la resurrección no es una alegorí­a, sino que todos nosotros, según la palabra de Dios, resucitaremos y entraremos en la plenitud de nuestra humanidad -en alma, espí­ritu y cuerpo- a la alegrí­a eterna de nuestro Señor. ¡Por eso, alegrémonos y regocijémonos en este dí­a! Amén.

 
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