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15 de marzo de 2018

Semana tercera de la Gran Cuaresma. Veneración de la Santa y Vivificadora Cruz

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo.

Con las palabras de las Sagradas Escrituras proclamamos que Nuestro Señor Jesucristo es Rey, Profeta y Sumo Sacerdote de toda la creación.

El Señor nos enseñó que en la Iglesia y en el reino cristianos, no es Rey aquel que somete por la fuerza a los demás para tenerlos en obediencia absoluta y servil, sino aquel que sirve a los demás y entrega su vida por los demás. San Juan Crisóstomo también nos enseña que cualquiera puede gobernar un pueblo, pero solo un rey puede entregar su vida por su pueblo porque él está tan identificado con él, que no tiene existencia, ni vida, ni objetivo más que servir a su pueblo con toda su vida y, de ser necesario, con su muerte.

Y en el dí­a de hoy, al venerar la Cruz de Nuestro Señor, con nuevas fuerzas podemos comprender y con una nueva profundidad podemos alcanzar lo que significa la dignidad real y el servicio de Nuestro Señor Jesucristo: significa un amor tan completo, que Cristo puede olvidarse por completo de Sí­ mismo de manera ilimitada, olvidarse de Sí­ mismo hasta tal punto de identificarse con nosotros al punto de aceptar en Su humanidad perder el sentimiento de unidad con Dios, con la fuente de la vida eterna, más aún: con la vida eterna en Sí­ mismo y llegar a unirse a nuestra mortalidad, con nuestra muerte. Ese amor hace a Nuestro Señor Jesucristo nuestro digno Rey, y ante tal realeza se dobla toda rodilla (Filipenses 2:10)… Y porque Él es así­, puede ser el Sumo Sacerdote de toda la creación. Los Sumos Sacerdotes del mundo pagano, los Sumos Sacerdotes de Israel hací­an ofrendas con las cuales se identificaban de una manera puramente figurada, simbólica y ritual. Pero Nuestro Señor Jesucristo se ofreció a Sí­ mismo como ofrenda cruenta, aunque en Él no habí­a nada que lo condenara a esa muerte que Él aceptó. ¿No dice acaso en Su oración sacerdotal en presencia y comunión con los discí­pulos?: Se acerca el prí­ncipe de este mundo, el enemigo, y en Mí­ no tiene nada… En Cristo no hay nada que pertenezca a la muerte y al pecado. Y a Su Padre le dice: Yo me santifico por ellos, en ofrenda sagrada por Mi pueblo… El Sumo Sacerdote mismo que recibe el holocausto, libera a todas las demás criaturas del horror de la ofrenda cruenta, pero con ello mismo nos coloca ante la ilimitada e insondable profundidad del amor divino que de otra manera no podrí­amos ni imaginar: la Vida que acepta ser agotada, la Luz que acepta ser apagada, la Eternidad que acepta morir con la muerte del mundo caí­do…

Y por eso el Verbo Divino nos puede hablar como un Profeta. No es profeta aquel que predice el futuro, sino aquel que habla de parte de Dios. Uno de los libros del Antiguo Testamento dice que el Profeta es aquel con quien Dios comparte Sus pensamientos. Cristo puede no sólo hablar de parte de Dios, sino que encarna en la acción, encarna en Su propia vida y en Su muerte, el amor abnegado, pleno, perfecto y de entrega.

Esta es la razón por la cual la veneración de la Cruz es una maravilla en la experiencia de la iglesia. Nunca seremos capaces de conocer por nuestra propia experiencia lo que significó para Cristo morir en la Cruz ni siquiera nuestra propia muerte nos ayudará a entender qué significó la muerte para Él: ¿cómo puede morir la Eternidad? Pero sí­ podemos aprender, con un esfuerzo valeroso y abnegado, comulgando cada vez con mayor profundidad, mayor vida y con las enseñanzas y caminos de Cristo, aprender a amar de manera tal de acercarnos a ese amor Divino, y a través de él conocer la caracterí­stica con la cual la muerte –en el sentido de olvido de sí­ mismo, completo y pleno– se une con la victoria del amor, la resurrección y la vida eterna. Amén.

 
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