20 de marzo de 2019
Oración de San Efrén el Sirio
Señor y Soberano de mi vida.
No me des espíritu de indolencia,
desaliento, vanagloria y palabras vanas.
Espíritu de castidad, humildad, paciencia y amor,concédeme a mí, tu siervo.
Si, ¡oh! Rey mío y Dios mío, concédeme ver mis pecados
y no juzgar a mi hermano porque eres bendito por los siglos de los siglos.
Amén.
Entre todos los himnos y oraciones de la gran Cuaresma se encuentra esta oración breve que podemos llamar la oración de Cuaresma. La tradición la atribuye a uno de los grandes maestros de la vida espiritual: San Efrén el Sirio.
¿Por qué esta oración breve y tan simple ocupa un lugar tan importante en la oración litúrgica de la Cuaresma? La razón es porque enumera de una manera muy afortunada todos los elementos negativos y positivos del arrepentimiento, y constituye de alguna manera, una ayuda-recordatorio para nuestro esfuerzo de Cuaresma. Este esfuerzo mira primeramente a liberarnos de algunas enfermedades que empapan nuestra vida y nos ponen prácticamente en la imposibilidad de comenzar a volvernos hacia Dios. La enfermedad fundamental es la pereza. Es esa extraña apatía, esa pasividad de todo nuestro ser, que siempre nos inclina más bien hacia abajo que hacia arriba y que nos persuade constantemente de que ningún cambio es posible, ni deseable en consecuencia. Se trata en efecto de un cinismo profundamente arraigado que responde a toda invitación espiritual: “¿Y para qué?”, y convierte de esta manera nuestra vida en un desierto espiritual horrible. Esta pereza es la raíz de todo pecado porque envenena la energía espiritual en su misma fuente.
La consecuencia de la pereza es el desánimo. Este es el estado de acedía -o de asco- que todos los Padres espirituales contemplan como el peligro más grande para el alma. La acedía es la imposibilidad que tiene el hombre de reconocer algo como bueno o positivo: todo se reduce a lo negativo y al pesimismo. Se trata verdaderamente de un poder demoníaco dentro de nosotros, porque el diablo es fundamentalmente un mentiroso. Engaña al hombre sobre Dios y sobre el mundo; llena la vida de oscuridad y de negación. El desánimo es el suicidio del alma, porque cuando el hombre lo posee es absolutamente incapaz de ver la luz y de desearla.
La sed de dominación. Por extraño que parezca son precisamente la pereza y el desánimo los que llenan nuestra vida del deseo de dominar. Viciando completamente nuestra actitud frente a la vida, y volviéndola vacía y sin ningún sentido, nos obligan a buscar compensaciones en una actitud radicalmente falsa con los otros. Si mi vida no está orientada hacia Dios, no contempla los valores eternos, inevitablemente se volverá egoísta y concentrada sobre sí misma, lo que equivale a decir que todos los demás se convertirán en objetos al servicio de mi propia satisfacción. Si Dios no es el Señor y Maestro de mi vida, yo me convierto en mi propio señor y maestro, el centro absoluto de mi universo, y comienzo a evaluar todo en función de mis necesidades, de mis ideas, de mis deseos y de mis juicios. De esta manera el espíritu de dominio vicia desde su base mis relaciones con los otros; busco sometérmelos. Este deseo de dominar no se manifiesta necesariamente en la necesidad efectiva de mandar o de dominar a los otros. Puede volverse también en indiferencia, desprecio, falta de interés, de consideración y de respeto. Se trata de la pereza y del desánimo pero esta vez en su relación con los demás; lo que culmina el suicidio espiritual en un homicidio espiritual.
Y para terminar: la vana charlatanería. De todos los seres creados, sólo el hombre ha sido dotado del don de la palabra. Todos los Padres han visto en ello el “sello” de la imagen divina en el hombre, porque Dios mismo se ha revelado como Verbo (San Juan 1, 1). Pero por el hecho de ser el don supremo, el don de la palabra es precisamente el mayor peligro. Por el hecho de ser la expresión misma del hombre, y el medio de realizarse él mismo por esta misma razón es el motivo de su caída y de su autodestrucción, de su traición y de su pecado. La palabra salva y la palabra destruye. La palabra inspira y la palabra envenena. La palabra es instrumento de verdad y la palabra es medio de mentira diabólica. Teniendo un excelente poder positivo, ella posee también un terrible poder negativo. Verdaderamente crea positivamente o negativamente. Desviada de su origen y de su fin divinos, la palabra se vuelve vana. Tiende una mano poderosa a la pereza, al desánimo, al espíritu de dominación y transforma la vida en un infierno. Llega a ser la potencia misma del pecado.
He aquí, pues, los cuatro puntos negativos considerados por el arrepentimiento; estos son los obstáculos que hay que eliminar; pero sólo Dios puede hacerlo. De ahí la primera parte de la oración de Cuaresma: ese grito de fondo de nuestra impotencia humana. Después la oración pasa a los objetivos positivos del arrepentimiento que también son cuatro.
La castidad. Si no reducimos este término como muchas veces sucede equivocadamente a su acepción sexual, la castidad puede ser considerada como la contrapartida positiva de la pereza. La traducción exacta y completa del término griego “sofrosyni” y del ruso “tsélomondryié” debería ser “total integridad”. La pereza es ante todo dispersión, fraccionamiento de nuestra visión y de nuestra energía, incapacidad de ver el todo. Su contrario es, pues, precisamente la integridad. Si nosotros entendemos habitualmente por el término castidad la virtud opuesta a la depravación sexual, es que el carácter roto de nuestra existencia, no se manifiesta con mayor intensidad en ninguna otra parte como en el deseo sexual, esa disociación del cuerpo con la vida y el control del espíritu. Cristo restaura en nosotros la integridad y lo hace dándonos de nuevo la verdadera jerarquía de valores y llevándonos a Dios.
El primer fruto maravilloso de esta integridad o castidad es la humildad. Es por encima de todo la victoria de la verdad en nosotros, la eliminación de todas las mentiras en las que vivimos habitualmente. Sólo la humildad es capaz de verdad, capaz de ver y aceptar las cosas como son y de ver a Dios, Su majestad, Su bondad y Su amor en todo. Por ello se nos dice que Dios concede Su gracia al humilde y resiste al soberbio.
La castidad y la humildad vienen seguidas de la paciencia. El hombre “natural” o “caído” es impaciente porque, estando ciego consigo mismo, está dispuesto a juzgar y a condenar a los demás. Teniendo una visión fragmentaria, incompleta y falsa de todas las cosas, lo juzga todo a partir de sus ideas y de sus gustos. Indiferente a todos, menos a él mismo, quiere que la vida se lo dé todo aquí mismo, ya.
La paciencia, por el contrario es una virtud verdaderamente divina. Dios es paciente no porque sea “indulgente” sino porque ve la profundidad de todo lo que existe, porque la realidad interna de las cosas que, en nuestra ceguera nosotros no vemos, está al descubierto delante de Él. Cuanto más nos acercamos a Dios, más pacientes nos hacemos y más reflejamos ese respeto infinito por todos los seres que es la cualidad propia de Dios.
Finalmente la corona y el fruto de todas las virtudes, de todo crecimiento y de todo esfuerzo, es la caridad, este amor que como ya hemos dicho no puede ser dado más que por Dios, el don que es el objetivo de todo esfuerzo espiritual, de toda preparación y de toda ascesis.
Todo esto se encuentra reunido en la petición que concluye la oración de Cuaresma y en la que pedimos: “ver mis propios pecados y no juzgar a mi hermano”. Porque, finalmente, no hay más que un peligro: el del orgullo. Por tanto, no me basta ver mis propias faltas, porque incluso esta aparente virtud puede volverse orgullo. Los escritos espirituales están llenos de normas contra las formas sutiles de una pseudo-piedad, que en realidad, bajo cobertura de humildad y de autoacusación puede conducir a un orgullo verdaderamente diabólico: pero cuando nosotros “vemos nuestros propios pecados” y “no juzgamos a nuestros hermanos”, cuando en otros términos, castidad, humildad, paciencia y amor son una sola cosa en nosotros, entonces y solamente entonces, es destruido dentro de nosotros nuestro último enemigo, el orgullo.
Después de cada petición de la oración nos postramos. Este gesto no está reservado a la oración de San Efrén, mas constituye una de las características de toda oración litúrgica cuaresmal. Sin embargo, en esta oración su significado se entiende mejor. En la larga y difícil recuperación espiritual, la Iglesia no separa el alma del cuerpo. El hombre todo él se ha apartado de Dios en su caída; el hombre entero deberá ser restaurado; es todo el hombre quien debe volver a Dios. La catástrofe del pecado reside precisamente en la victoria de la carne –lo animal, lo irracional, la pasión en nosotros- sobre lo espiritual y lo divino. Pero el cuerpo es glorioso, el cuerpo es santo, tan santo que Dios mismo “se ha hecho carne”. La salvación y el arrepentimiento no son pues desprecio o negligencia del cuerpo, sino restauración de éste en su verdadera función como expresión de la vida del espíritu, como templo del alma humana que no tiene precio. El ascetismo cristiano es una lucha no contra el cuerpo sino en su favor. Por esta razón, todo el hombre –cuerpo y alma- se arrepiente. El cuerpo participa de la oración del alma, lo mismo que el alma reza por el cuerpo. Las postraciones, signos psicosomáticos del arrepentimiento y de la humildad, de la adoración y de la obediencia, son pues el rito cuaresmal por excelencia.
De “La Gran Cuaresma”, de Alexandre Schmeman. Ed. Framonpaz, 1986
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