22 de septiembre de 2023
Exaltación de la Cruz de Nuestro Señor
En la festividad de la Exaltación de la Cruz, cuando miremos la Cruz de Cristo, recordemos hermanos, que nosotros como seguidores de nuestro Salvador debemos llevar nuestra cruz. El mismo Señor nos dio este mandamiento: «Quien quiera seguirme, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame». ¿Qué significa tomar nuestra cruz? El Santo Obispo Ignacio Brianchaninov dice que llevar la cruz, significa llevar con paciencia y agradecimiento a Dios todas las penas, enfermedades, dificultades, tentaciones y pruebas que encontramos en el camino de nuestra vida. A menudo nos parece que las penas se presentan en nuestra vida de manera casual, pero esto no es así. No hay nada casual en la vida de un cristiano. Si Dios dice que hasta los cabellos de nuestra cabeza están todos contados, ¿entonces cómo pueden ser casuales las penas? No, la cruz nos la da Dios, y nos la da para nuestro bien y salvación. Recordemos las palabras que Cristo dijo en la víspera de Su Crucifixión al apóstol Pedro: «¿Acaso no debo tomar el cáliz que me fue dado por el Padre?» De estas palabras vemos que la muerte en la Cruz le fue enviada a Cristo por el mismo Dios Padre.
De igual manera, es Dios quien nos envía la cruz de nuestras vidas. Y esa cruz, en palabras del staretz Paisio de la Santa Montaña, no se nos envía para que suframos, sino para que a través de ella, como por una escalera, subamos al cielo. El Señor desearía no enviarnos la cruz, pero la naturaleza del hombre es tal que no sabe salvarse sin la cruz. La cruz le es indispensable como una medicina amarga para curación de su naturaleza caída, heredada de nuestro antepasado Adán.
Debemos decir que la cruz, es decir, las privaciones, penas, enfermedades y aflicciones similares, es inevitable en el mundo para todas las personas, no obstante para unos puede ser para salvación, y para otros – para condena y perdición. Será para salvación, si nuestra disposición es la correcta, es decir, si la llevamos con paciencia y confianza en Dios. Será para condenación, si la tomamos de la manera incorrecta, es decir, si la llevamos con queja, amargura y resentimiento. En ese caso, la cruz se torna mortal. «La cruz es mortal (signo de muerte), – dice San Ignacio, – para quienes no transfiguran su cruz en la Cruz de Cristo, para quienes desde su cruz se quejan, murmuran contra la Providencia Divina, la vituperan, se entregan a la desesperanza y la desesperación. Los pecadores que no se reconocen como tales y no se arrepienten mueren sobre su cruz con la muerte eterna, privándose de la vida verdadera, la vida en Dios, por su impaciencia. Se bajan de su cruz solo para descender con su alma al sepulcro eterno: a la prisión de hades». En cambio para quienes llevan su cruz con paciencia y agradecimiento a Dios, esa cruz no solo se hace salvadora, sino también liviana. Volvamos a citar al Santo Obispo: «La cruz es pesada hasta tanto siga siendo nuestra cruz. En el momento en que se torna en la Cruz de Cristo, se hace extraordinariamente liviana: ya que Mi yugo es bueno, y ligera Mi carga, dijo el Señor».
¿Cómo transformar nuestra cruz en la Cruz de Cristo? San Ignacio responde: «La cruz se torna la Cruz de Cristo cuando el discípulo de Cristo la lleva con una conciencia activa de su pecaminosidad, que debe ser castigada; cuando la lleva con agradecimiento a Cristo, glorificándolo. De la glorificación y el agradecimiento surge en el sufriente el consuelo espiritual; la glorificación y el agradecimiento se hacen fuente inagotable, incorruptible de felicidad, que con gracia bulle en el corazón, se vierte en el alma, y fluye también al cuerpo». De esta manera, de estas palabras vemos que la inevitable cruz de la vida puede ser salvadora o mortal. Ello depende de nuestra predisposición. El más claro ejemplo de estas dos predisposiciones lo tenemos en los ladrones crucificados con Cristo: uno de ellos, reconociéndose malhechor y digno de castigo, se salvó y entró en el Paraíso. El otro, por su murmuración y blasfemia despreció su salvación y pereció.
Todos nosotros, hermanos, en mayor o menor medida somos pecadores y malhechores ante Dios. Justamente por esta causa, como a aquellos dos, Dios nos envía una cruz. Llevemos nuestra cruz como el buen ladrón, con paciencia y agradecimiento a Dios. Reconozcamos junto con él nuestros pecados, dignos de la cruz más pesada. Cuando nos ataquen las penas y las enfermedades, recemos con las palabras de ese ladrón: recibo de lo que soy digno por mis pecados, recuérdame, ¡oh, Señor! En Tu Reino! Así debemos actuar ante cada dificultad. Por ejemplo, nos robaron la billetera con todo nuestro sueldo o jubilación – no murmuremos, sino agradezcamos a Dios por la pena enviada. Nos alcanzó una desgracia, se nos quemó la casa – tomémoslo con agradecimiento, considerándonos pecadores, dignos de todo castigo. Nos aqueja una enfermedad, nos diagnosticaron una úlcera en el estómago, o diabetes, o cáncer – y en ese momento recemos también con las palabras del ladrón, reconociéndonos dignos de todo castigo. Si Cristo, nuestro Rey y Señor, recibió penas en este mundo, ¿qué nos queda a nosotros, inútiles siervos Suyos? ¿Murmurar por las desgracias? Si Él, incorrupto, sufrió desprecios y la Cruz, ¿debemos nosotros, pecadores, huir de la cruz? Aprendamos a sobrellevar las penas terrenales con buen ánimo y agradecimiento a Dios. Ya que si actuamos así, en verdad seremos fieles seguidores de nuestro Salvador, quien venció al mundo con todas sus penas y desgracias.
Así vencieron el mundo los apóstoles de Cristo, quienes cuantas más penas y desgracias sufrían, más se enardecían de amor por Dios, de manera tal que nada podía alejarlos de Cristo. «¿Quién nos separará del amor de Cristo, – escribió el santo apóstol Pablo, – ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada? ..Por causa de Ti somos muertos todo el tiempo; Somos contados como ovejas de matadero. Antes, en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó. Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro».
Hermanos, imitemos a los santos al llevar nuestra cruz. Toleremos todas las tribulaciones con fe y agradecimiento a Dios. Reconozcámonos pecadores, dignos de toda cruz y todo castigo. Si actuamos de esta manera, al final de nuestro camino terrenal, como los santos, nos elevaremos de nuestra cruz hacia los Cielos. Amén.
Juan Pavlov de la Patriarquía de Moscú *).
*) El autor de este escrito pertenece al Patriarcado de Moscú y, por lo tanto, le instamos a leer sus obras con precaución. A veces publicamos algunas de las obras de figuras del Patriarcado de Moscú y de la “ortodoxia” ecuménica como excepción, si las encontramos particularmente útiles y salvadoras de almas y no contrarias a la enseñanza Ortodoxa, sino en consonancia con ella. El hecho de la publicación de tales obras no significa que reconozcamos a sus propios autores como ortodoxos. Es importante aclarar que el surgimiento de creaciones en consonancia con la Ortodoxia desde un entorno heterodoxo no se produce gracias a este entorno heterodoxo, sino a pesar de él.
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