16 de septiembre de 2024
Homilía al Evangelio de San Lucas que se lee para las festividades de la Madre de Dios San Ignacio (Brianchaninov)
Durante Su vida en la tierra, valle de nuestro exilio y sufrimiento, el Salvador visitó a dos piadosas mujeres, las hermanas Marta y María que vivían en Betania, pueblo cercano a Jerusalén. En Betania tenían su casa y vivían allí con su hermano, Lázaro, quien fue digno se llamarse amigo del Dios y Hombre y de Sus apóstoles (San Juan 11:11). Leyendo el Evangelio entendemos que el Señor visitó la casa de esta piadosa familia más de una vez. En una de esas visitas, resucitó a Lázaro, que hacía ya cuatro días yacía en la tumba.
El Santo Evangelista Lucas relata, que durante la visita del Señor que mencionamos ahora, Marta se ocupó de atender a su huésped más preciado y María se sentó a Sus pies escuchando Su palabra.
Marta, preocupada solo de que el agasajo sea el mejor, le pidió al Señor que le ordene a Marta que le ayude. Pero el Señor le contestó: «Marta, Marta, cuidadosa estás, y con las muchas cosas estás turbada, empero una cosa es necesaria; y María escogió la buena parte, la cual no le será quitada» (San Lucas 10:41–42). Según lo explican los Santos Padres, Marta representa misteriosamente los esfuerzos piadosos físicos, y María, los espirituales. La Iglesia estableció que el relato de esta visita del Señor a las dos hermanas se lea en todas las festividades en honor a la Madre de Dios. Por esas dos razones el estudio de los acontecimientos y enseñanzas que contiene este relato debe ser especialmente significativo y extremadamente edificante.
Marta era la hermana mayor y el evangelista la presenta como la dueña de casa. Ella recibe al Salvador, ella se encarga del agasajo, prepara la comida, arregla la mesa, trae los platos. Su servicio es uno de actividad permanente. Y el trabajo corporal, por antigüedad, ocupa el primer lugar en la vida ascética de todo discípulo de Cristo. «La actividad física o corporal, – dijo San Isaac el Sirio, – precede a la espiritual, del mismo modo que la creación del cuerpo de Adán precedió a la creación de su alma. Quién no logró la actividad física, no puede tener actividad espiritual; lo segundo nace de lo primero, como la espiga nace de un grano de trigo plantado. El esfuerzo físico consiste en cumplir los mandamientos evangélicos corporalmente. Esto se refiere a: dar limosna, recibir a los forasteros y sin casa, interesarse y participar de las variadas necesidades y sufrimientos de la humanidad sufriente. También se refiere a mantener la pureza del cuerpo, abstenerse de la ira, de los lujos, de los divertimentos y las distracciones, de las burlas y la murmuración, de todas las palabras que expresan la maldad e impureza del corazón. Se refiere al ayuno, la vigilia, el canto de salmos, las postraciones, la oración en el templo y en la celda (casa). Se refiere a las obediencias que se cumplen en el monasterio y otros esfuerzos exteriores. El esfuerzo físico exige una continua actividad del cuerpo: pasa de una buena obra física a otra, y hasta a veces unifica varias buenas acciones juntas, realizadas al mismo tiempo. El esfuerzo corporal paulatinamente purifica el alma de las pasiones y la acerca al espíritu del Evangelio. Los mandamientos evangélicos, cumplidos en el accionar, de a poco le transmiten a quien los cumple y realiza la profunda idea y el profundo sentimiento que viven en ellos, le transmiten a quien los cumple la Verdad, el Espíritu y la Vida. El esfuerzo físico tiene su límite y su fin: ellos consisten en el paso decidido del piadoso al esfuerzo espiritual. Este paso decidido corona el paso paulatino. El servicio de Marta finalizó cuando terminó el agasajo a nuestro Señor.
«Y ésta tenía una hermana que se llamaba María, la cual sentándose a los pies de Jesús, oía Su palabra» (San Lucas 10:39). La postura que tomó María es la imagen del estado del alma que mereció entrar en el esfuerzo espiritual. Este estado conjuga la tranquilidad y la humildad, como dijo San Varsonofio el Grande: «La actividad interna, combinada con el dolor del corazón (con el llanto del corazón), produce un verdadero silencio en el corazón; de tal silencio nace la humildad; la humildad hace de la persona la morada de Dios». Quien logra servir a Dios con el espíritu abandona la actividad exterior, deja de preocuparse de otras formas de agradar a Dios o las utiliza moderada y raramente, solo en casos de extrema necesidad. Su espíritu está a los pies del Salvador y solo escucha Sus palabras, se reconoce como criatura de Dios y no un ser que se hizo a sí mismo e independiente (Salmo 99:3), se reconoce hecho y a Dios como el Hacedor - se reconoce como vid, y A Dios como el labrador (San Juan 15:1), se entrega plenamente a la voluntad y guía del Salvador. Es evidente que al alma se le otorga este estado luego de un esfuerzo corporal más o menos prolongado. Y María no hubiera podido sentarse a los pies del Señor y centrar toda su atención a Sus enseñanzas, si Marta no se hubiera encargado del agasajo. El servicio y la veneración de Dios con el Espíritu y la Verdad es la «mejor parte», es ese estado de bienaventuranza que habiendo comenzado en la vida terrenal no finaliza como terminan los esfuerzos corporales con el fin de la vida en la tierra. La «mejor parte» permanece como parte inseparable del alma en la eternidad, en la eternidad se desarrolla en toda su plenitud. La «mejor parte» no se le quita al alma que la recibió, y permanece siempre con ella.
El esfuerzo físico suele estar oculto por un defecto muy importante. Esto ocurre cuando el asceta practica el esfuerzo imprudentemente, cuando le da una importancia excesiva al esfuerzo físico, cuando lo realiza para sí mismo, erróneamente centrando y limitando en ello toda su vida, toda su complacencia a Dios. Una valoración tan incorrecta siempre está asociada con el menosprecio del esfuerzo espiritual y el deseo de distraer de él a quienes lo persiguen. Eso es lo que ocurrió con Marta. Ella consideró que la conducta de María era incorrecta e insuficiente y la suya más valiosa, más digna de respeto. El Misericordioso Señor, sin rechazar el servicio de Marta, con condescendencia le señaló que en su servicio había mucho de superfluo y vano, que la actitud de María concentra lo sustancial. Con esta observación el Señor purificó el esfuerzo de Marta del orgullo y le enseño a realizar su esfuerzo corporal con humildad. ¡Exactamente! El esfuerzo corporal, todavía no está iluminado por el juico espiritual, siempre tiene mucho de innecesario y vano. Quien así se esfuerza, aunque lo hace por Dios, pero se esfuerza en su viejo hombre; en su campo crece la cizaña junto con el trigo; no puede estar libre de la influencia de la sabiduría carnal en su forma de pensar y actuar. Es imprescindible que todos prestemos la debida atención a la exhortación dicha por el Señor, y que las buenas acciones que realizamos, hacerlas con enorme humildad, como los siervos, obligados a cumplir la voluntad de su Señor, pero que no la pueden cumplir como corresponde a causa de su debilidad y estar lacerados por el pecado. A quien se esfuerza físicamente le es muy bueno saber que existe otro tipo de esfuerzo, más elevado, el esfuerzo espiritual que está bendecido por la gracia Divina. «Quien no logra la actividad espiritual, – dijo San Isaac el Sirio, – permanece ajeno a los dones del Espíritu», sin importar cuáles y cuántos sean sus esfuerzos físicos. El gran maestro de los monjes asemeja el esfuerzo corporal, realizado por sí solo, cuando no lo acompaña la actividad interna, a un vientre estéril y a pechos secos, porque el esfuerzo corporal no se puede acercar a Dios. Esto es lo que vemos en Marta. Estaba tan ocupada en sus tareas, tan segura de su importancia, que no le pidió indicaciones a nuestro Señor de lo que era Su beneplácito, sino le ofreció su razonamiento e indicaciones y Le pidió que fueran cumplidos.
¿Por qué la Santa Iglesia estableció leer este relato evangélico en todas las festividades de la Madre de Dios? Porque la Madre de Dios le ofreció al Dios y Hombre el servicio físico más sublime y el servicio espiritual más elevado, «y Su madre guardaba todas estas cosas en su corazón» (San Lucas 2:51), observaba todo lo que ocurría con Él desde su niñez y todo lo referente a Él, «guardaba todas estas cosas, confiriéndolas en su corazón» (San Lucas 2:19). Para mejor comprensión, se agrega al relato un extracto del siguiente capítulo del Evangelio de San Lucas cuando una mujer exclamó al Señor al escuchar Sus enseñanzas: «bienaventurado el vientre que te trajo, y los pechos que mamaste» (San Lucas 11:27), a lo que el Señor respondió: «Antes bienaventurados los que oyen la palabra de Dios, y la guardan» (San Lucas 11:28). ¡Esa es la respuesta de Dios al razonamiento humano! La razón humana reconoció a la Madre de Dios bienaventurada solo por dar a luz al Dios y Hombre: y el Dios y Hombre eleva la dignidad de la Madre de Dios llamando especialmente bienaventurados a quienes escuchan la palabra de Dios y la guardan. La Madre de Dios tenía esa bienaventuranza por sobre toda la humanidad, escuchando las palabras del Dios y Hombre y guardándolas con una compasión que no sintió ninguno de los humanos. Nuevamente se le da preeminencia al servicio del espíritu por sobre el servicio físico, en contraposición al razonamiento humano.
El Señor misericordioso llama a todos los hombres a servirle. El servicio a Dios va unido con la crucifixión del hombre antiguo, con el rechazo de los deseos carnales y pecaminosos y de siquiera pensar en ellos, implica un esfuerzo; pero ese esfuerzo tiene el consuelo que da la tranquilidad de conciencia y la gracia de Dios. «Mi yugo es fácil, y ligera mi carga» (San Mateo 11:30). Quien desea comenzar a servir a Dios con el fin de recibirlo en la casa de su alma y agasajarlo debe comenzar con el esfuerzo corporal, con el cumplimiento de los mandamientos evangélicos por medio de la actividad corporal y física. Nuestra alma se encuentra en unión con el cuerpo por su creación, y subordinada al cuerpo a causa de la caída en el pecado. Se contagia de enfermedades pecaminosas y pasiones a causa de las acciones corporales; se erradican de ella las pasiones, se crean en ella buenos hábitos, las virtudes también por medio de las acciones corporales. Quien se permita actuar por impulso de la ira, se somete a causa del hábito creado por acción de la pasión de la ira; quien se permite actuar por sugestión de la codicia se contagia de la pasión del amor al dinero, la avaricia, la tacañería. De este modo todas las pasiones entran en el alma por medio de la actividad externa del hombre. De aquí se desprende la importancia del esfuerzo corporal; es imprescindible para echar las pasiones por medio de las acciones contrarias a los que exigen las pasiones; es necesario para plantar virtudes en el corazón, como lo enseña el Evangelio. El esfuerzo corporal prudente, basado en la palabra de Dios, iluminado por la palabra de Dios, libera en gran medida al hombre del pecado, crea de él un confidente de la virtud, un servidor de Cristo. De este esfuerzo físico, rápidamente procede el esfuerzo espiritual, capaz de otorgar la salvación.
El esfuerzo físico si es frío, como acalorado, ajeno a lo espiritual, ajeno a la prudencia espiritual, que exige la palabra de Dios y debiera ser el alma de la hazaña corporal, es destructivo. Conduce al engreimiento, al desprecio y a la condenación de los demás, conduce al autoengaño, crea un fariseo interior, se aleja de Dios, se une a Satanás.
Cuando la gracia de Dios ilumina profusamente al piadoso cristiano, entonces se abre en él abundantemente el esfuerzo espiritual, que lo guía hacia la perfección cristiana. Entonces se le revela al alma su pecaminosidad, que hasta ahora no veía. Entonces se cae el velo que cubría su vista, y se le presenta al alma la grandiosa e inconmensurable eternidad, que hasta ahora le era oculta. Entonces la hora de la muerte que se percibía lejos, se acerca y se presenta ante la misma alma, ante su vista. Entonces la vida terrenal, que hasta ahora parecía eterna, se reduce a medidas breves y cortas: la vida pasada es como el sueño de la noche pasada. Lo que queda de la carrera de la vida pasa a ser meramente una hora previa a la muerte, agónica. Entonces desde lo más profundo del alma surgen gemidos hasta ahora desconocidos. Surge un llanto que hasta ahora nunca había sentido. Surge una oración que hasta ahora nunca había pronunciado. Surgen la oración y el llanto en lo más profundo del alma, la mente y el corazón la pronuncian mientras la boca calla, se elevan al cielo, postran al orante a los pies del Salvador, lo mantienen a Sus pies; el alma, al confesar su pecaminosidad y la grandeza infinita de Dios, entra en la perfección, es introducida en la perfección por la mano del bondadosísimo Dios, Quien creó al hombre y lo vuelve a crear. «Bendice, alma mía, al Señor que purifica tus iniquidades, cura todas tus dolencias. Él redime tu vida de la corrupción, Él te corona de misericordias y de generosidades, se renovará como la del águila tu juventud» (Salmo 102:2–5) con el todo poderío del Salvador que renovó nuestro ser en Él y nos renovó con Él. Amén.
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