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27 de junio de 2016

Fiesta De Todos Los Santos

Sermón Del Domingo 26 De Junio De 2016

Fiesta De Todos Los Santos

Hebreos 11- 33 a 12-2 // Mateo 10, 32-33, 37-38; 19, 27-30

“En el nombre del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo”

“El verdadero objetivo de la vida cristiana consiste en la adquisición del Espí­ritu Santo de Dios” - San Serafí­n de Sarov

En este domingo la Iglesia conmemora a todos los santos y es muy importante destacar el lugar que ocupa su veneración en nuestra fe. A partir del domingo siguiente a Pentecostés se comienza a conmemorar a los santos y mártires. Ello en razón a que es en los santos donde se ve en forma manifiesta y efectiva la presencia del Espí­ritu Santo.

Al preguntamos qué es la santidad, o de qué se trata, abordaremos primeramente la definición etimológica del término: santo, para luego tatar sobre la esencia de la santidad. Primeramente lo santo, que es en latí­n sanctus, en griego, aghios, en hebreo kadosh, nos remite al concepto de separación, de algo que se corta, se aparta de aquellas realidades que consideramos mundanas, profanas, impuras. Se trata de aquello que pertenece a otra realidad a otro mundo, haciendo referencia inmediata a lo divino, es decir a Dios. De hecho las Sagradas Escrituras afirman que: ¡Sólo Dios es Santo!

Por tanto, la santidad es algo propio y hasta exclusivo de Dios, como el ser absolutamente trascendente, y hasta podrí­amos decir con justicia: inaccesible. Pero para nosotros, los cristianos, Dios se nos hace próximo y hasta í­ntimo en Cristo Jesús; por ello, Él es el único que nos puede conducir, a la santidad y hacernos accesible este Dios distante y trascendente, Él mismo nos dice: Mi reino no es de este mundo.

Por otro lado, puesto que Dios se nos ha revelado en forma trinitaria, podemos afirmar, que es al Espí­ritu Santo a quién con propiedad se le atribuye la santificación. Y esto lo podemos advertir en distintas partes de las Sagradas Escrituras, en expresiones harto conocidas, tales como: si alguno no tiene el espí­ritu de Cristo, ese tal no pertenece a Cristo; o expresiones tales como que el Espí­ritu Santo habita en el alma de aquel que se encuentra en estado de gracia divina, o por el Espí­ritu Santo somos llamados hijos de Dios, y demás que aquí­ no citaremos. Por otra parte, también podemos hacer memoria y recordar que los primeros cristianos se llamaban entre sí­: santos, conforme el testimonio de las mismas Escrituras.

Esta idea de santidad se encuentra relacionada con el concepto que los Santos Padres llaman: theosis, es decir: la divinización de lo humano, que se alcanza a partir de la imagen y semejanza con Dios, siendo ello el centro medular de la santidad. Si bien, esta divinización comienza con el bautismo, mediante el cual somos incorporados a Dios, y separados del mundo del pecado, convirtiéndonos en miembros de un pueblo santo, del pueblo de Dios, conforme se puede leer en forma reiterada en los Salmos. Esta santidad se alimenta de la vida í­ntima entre el cristiano y Dios, conforme exclama el apóstol Pablo: ¡Es Cristo quien vive en mí­!

Por otro lado, cabe destacar, que con justicia llamamos a los santos: nuestros protectores, ellos oran e interceden ante Dios por nosotros, como miembros activos de la Iglesia, nos acompañan en la lucha aquí­ en la tierra, y también se hacen presentes a través de los iconos y sus reliquias.

Es por ello, que la fe ortodoxa explica que la razón de la glorificación de los santos no se debe a que éstos, los santos, tengan ciertos méritos delante de Dios, o que por medio de ellos tengan ciertos derechos de recibir de Dios una gratificación, que a su vez podrí­an compartir con los que no la tienen, sino que los santos, por medio de sus sacrificios de fe y amor, llegaron a realizar en sí­ la imagen y semejanza de Dios y con esto manifestaron, por medio de la fuerza divina, a Jesucristo, quien enseña que: 'El que me ama, Mi palabra guardará; y Mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él' (Juan 14:23).

Los santos tienen el poder de representarnos delante de Dios por medio de la oración y el amor, al igual que a los ángeles. Dios otorga a los santos la posibilidad de manifestar Su voluntad en la vida de las personas por medio de una ayuda invisible. Ellos son como las manos de Dios por medio de las cuales Dios cumple Su voluntad en nosotros.

Todos los santos principalmente la Madre de Dios, San Juan Bautista, los apóstoles, mártires, monjes y laicos son partí­cipes de la Gloria de Dios con respecto a la creación del hombre, en ellos se justifica la Sabidurí­a divina. Por todo ello, la veneración de los santos en la Iglesia Ortodoxa, crea una atmósfera de una familia espiritual, llena de un profundo amor y paz, unida por el amor de Cristo.

El Señor hoy en el Evangelio nos exhorta, diciéndonos que: “Todo el que me confiese delante de los hombres, yo también lo confesaré delante de Mi Padre que está en los cielos” y “Y todo el que me niegue delante de los hombres, yo también lo negare delante de Mi Padre que está en los cielos”, y asimismo continúa exhortándonos, que: “El que no toma su cruz y sigue en pos de Mí­, no es digno de Mí­”

Ante este llamado el apóstol Pedro, se dirige al divino maestro y le dice: “He aquí­, nosotros lo hemos dejado todo, casas, hermanos, padres, hijos y te hemos seguido”

Esto nos enseña que para seguir a Cristo y ser digno de Él, debemos amarlo sobre todas las cosas, y que para demostrar dicho amor, siendo necesario, renunciar a aquello que más estimamos: el amor filial, tal como fue capaz el santo patriarca Abraham, quien incluso estaba dispuesto a sacrificar a su hijo por amor a Dios.

Seguidamente el apóstol Pedro, profundizando su cuestionamiento ante el vértigo que causa a la naturaleza humana la renuncia de lo que más estima, profundiza y pregunta al divino maestro: “¿Qué pues recibiremos?” Y Jesús le contesta: “En verdad os digo que vosotros que me habéis seguido… recibiréis cien veces más, y heredaréis la vida eterna”.

Luego de todo esto seguramente, nos haremos la siguiente pregunta: ¿Qué es lo que nos ha prometido Cristo? Y, ¿de qué se trata esta vida eterna? La respuesta viene a ser que la vida eterna es la vida divina, el participar de la vida de Dios en nosotros, la cual comienza con la venida del Espí­ritu Santo, este Espí­ritu dador de vida verdadera, santificador, que nos hace capaz de Dios.

Hoy leí­mos en la carta a los hebreos, que el apóstol nos enseña que por fe los santos conquistaron reinos, hicieron justicia, obtuvieron promesas; que siendo débiles, fueron hechos fuertes, que se hicieron poderosos en la adversidad, haciendo incluso maravillas, tales como resucitar muertos, pero todo ello, no sin sufrir los dolores propios de la existencia humana que nos es común. Muchos de ellos, es decir de los santos, fueron torturados y perseguidos, dando prueba de fidelidad y entereza ante Cristo, no han ahorrado sufrimientos en virtud de una mayor esperanza, todos ellos fueron vituperados, calumniados, humillados y torturados en todo aspecto, tanto en lo que llamamos moral, como en lo fí­sico. Pero aun, siendo escarnecidos y despreciados, este mundo no era digno de estos santos varones y mujeres que han vivido como otros cristos, siendo ellos imágenes vivas de Cristo, quien a su vez es la perfecta imagen del Padre eterno. ¡Todo ello lo han soportado por fe! Por su fe es que han obtenido la aprobación divina, siendo fieles en todo aquello en que han sido probados.

La fe y la esperanza en Dios, no es más que poner la confianza plena en Él. El Señor nos invita a abandonar todo lo que constituya un verdadero obstáculo para la santidad, que también se define como el auténtico seguimiento tras las huellas de Cristo, lo cual es el objetivo de la vida cristiana, sabiendo que sin santidad no se puede entrar al Reino de los Cielos, Cristo nos ofrece a cambio de nuestras renuncias algo mejor para nosotros, seguirlo a Él, su ejemplo.

El apóstol Pablo, nos enseña que los santos constituyen una gran multitud de testigos, que nos prueban y nos muestran que la vida cristiana perfecta es posible, siempre y cuando estemos dispuestos a despojarnos del pecado y de aquellas cosas que nos llevan al vicio, y que tan fácilmente nos envuelve, es por ello que apóstol nos llama a que “corramos con paciencia, la carrera” de la fe y la santidad, poniendo, los ojos en Jesús, quien se ha sentado a la diestra del trono de Dios, siendo Él, el autor y consumador de la fe, quien por amor a nosotros menospreciando la vergíüenza soportó pacientemente la cruz.

Para terminar completamos esta reflexión con un pasaje de San Juan Crisóstomo que se encuentra en las Homilí­as XXVII y XXVIII, en las que comenta lo que hoy hemos leí­do en la carta a los hebreos, en la que nos dice, que: “necesitamos mucho arrepentimiento, mucha oración, mucha paciencia, y mucha perseverancia para alcanzar los bienes que se nos han prometido”.

Por lo que, meditemos siempre estas cosas expuestas y tengámoslas presentes en nuestras mentes, dí­a y noche, sabiendo que por ello produciremos grandes bienes y recibiremos enorme provecho y gran alivio son también los padecimientos de Cristo y de los apóstoles. Cristo sabí­a que éste era el mejor camino para la virtud, aunque Él no necesitaba pasar por dicho camino; lo transitó para enseñarnos que: la aflicción nos era provechosa, y que era el mejor fundamento de remisión; asimismo Juan Crisóstomo, nos dice: ¡Escucha lo que dice Cristo!, que aquel que no toma su cruz y me sigue, nos es digno de Mí­. No sólo dice esto por medio de la enseñanza, ya que, si eres su discí­pulo, imita al maestro, porque eso es lo propio del verdadero discí­pulo. ¿Cómo vas a ser buen discí­pulo si no acompañas al maestro? Es por todo ello, que gran cosa es la aflicción, ya que ella nos otorga dos grandes bienes: borra los pecados y nos hace virtuosos.

 
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