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07 de julio de 2017

Festividad de San Pedro y San Pablo

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo.

¿Qué podemos decir hoy de estos grandes pilares del cristianismo?

Un escritor de la Iglesia no hace tanto analizando el sentido y significado del sermón escribió: «Durante los 19 siglos de la Iglesia de Cristo ningún predicador cristiano ha dicho nada nuevo. Pero aquellos que tení­an el Espí­ritu, cada vez transmití­an algo nuevo. La verdad de Cristo se renovaba continuamente en las palabras de cada predicador espiritual, aunque todos ellos decí­an las mismas palabras». Más aún, expresando ya nuestros pensamientos, aquellos sermones pronunciados por semejantes homilistas portadores del Espí­ritu, si son repetidos desde el púlpito por otros clérigos no pueden dejar de causar en quienes escuchan sinceras vivencias de la verdad, en especial, si quienes escuchan verdaderamente están “hambrientos y sedientos de la verdad”. Uno de estos predicadores portadores del Espí­ritu, es el teólogo San Demetrio de Rostov. Todos sus escritos, reflexiones teológicas y sermones están tan cargados de doctrina e inspiración, que pueden compararse con las obras de los grandes padres y maestros de la Iglesia Universal.

San Juan Crisóstomo llama a los grandes apóstoles San Pedro y San Pablo, pilares de la iglesia y luminarias del universo. San Demetrio de Rostov se pregunta: ¿Con qué pilares podremos comparar a estos supremos apóstoles? Y así­ responde a esta pregunta: Cuando el antiguo Israel abandonó Egipto, paí­s de esclavitud, y se dirigió a la tierra prometida que oportunamente le habí­a sido designada por Dios, la actual Palestina, entonces el Señor milagrosamente le mostró el camino. Delante de los israelitas de dí­a iba una columna de nube, para guiarlos por el camino; y de noche, cuando debí­an desplazarse en la oscuridad, iba una columna de fuego para alumbrarles e indicarles el camino. No sabemos cuál era la esencia y la naturaleza de estas columnas. Eso lo podrán explicar los destacados exégetas de la Biblia que tratan de explicarnos lo milagroso y lo fuera de lo normal con las leyes naturales. Del mismo modo que en las nubes oscuras destellan los rayos, así­ mismo en esta columna bí­blica se unieron dos fuerzas de la naturaleza: el agua y el fuego. Y estos dos apóstoles estaban también unidos de una manera igualmente milagrosa y misteriosa en su servicio a la Iglesia de Cristo. Aunque distintos en lo corporal, ellos se unieron en lo espiritual, como reza uno de los cantos de la fiesta que los conmemora. Ellos eran unánimes del modo en que definió la amistad el filósofo griego Aristóteles: «La amistad es un alma que habita en dos cuerpos».

Eran dos personas con nombres distintos: Pablo y Pedro, pero constituí­an una plena unión en el servicio apostólico; dos grandes apóstoles, pero con un consenso en el pontificado, como lo expresó tan maravillosamente San Demetrio de Rostov. Con el deseo de resaltar esto, la Santa Iglesia unifica la celebración de estos dos santos en un mismo dí­a, honrando no solo a Pedro, sino juntamente con Pablo, y estableció para ellos una misma festividad el 29 de junio o 12 de julio, según el calendario gregoriano.

¿Pero cuántas diferencias habí­a entre estos dos santos apóstoles! Ambos fueron dotados de talentos por naturaleza, aunque al principio recorrieron caminos distintos.

1. Uno de ellos, Pedro, era un simple pescador sin educación que echaba las redes al lago. El otro, Pablo, buscaba el conocimiento y frecuentemente con un libro en las manos se sentaba a los pies del maestro de Judea, Gamaliel, estudiando la ley de Moisés y los profetas.

2. Uno lo siguió inmediatamente a Cristo, el otro fue entregado a los fariseos, enemigos de Cristo y se contagió de su orgullo, fanatismo e intolerancia.

3. Uno de ellos, Pedro, cuando los siervos de los pontí­fices y los soldados romanos vinieron a Getsemaní­ para aprender al Salvador, en un rapto de amor por su Maestro, sacó una daga y le cortó la oreja a Malco, siervo del pontí­fice. El otro cruelmente perseguí­a a los seguidores de Cristo y a la propia Iglesia de Cristo. En la Epí­stola a los Gálatas, el santo apóstol Pablo dice: «Porque ya habéis oí­do acerca de mi conducta otro tiempo en el Judaí­smo, que perseguí­a sobremanera la iglesia de Dios, y la destruí­a» (Gálatas 1:13). Pero el Señor llamó tanto a uno como al otro para su gran servicio, para el pontificado, haciéndolos grandes recipientes de la revelación y gracia divinas. La grandeza y belleza espiritual del Apóstol Pedro se expresó en su reconocimiento de Cristo como el Hijo de Dios. «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?» preguntó con mansedumbre el Salvador y Pedro con gran vehemencia respondió con valentí­a y fervor: «¡Tú eres Cristo, el Hijo del Dios Vivo!». El pescador de antaño es ahora un profundí­simo teólogo, que se interna en el gran misterio de la encarnación de Dios.

«Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás; -le respondió Cristo- porque no te lo reveló carne ni sangre, mas mi Padre que está en los cielos» (San Mateo, 16: 16-17). «Mas yo también te digo, que tú te llamarás Pedro, es decir, piedra, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia; y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella». Alguien puede argumentar que el Apóstol Pedro negó a Cristo en el momento más difí­cil de la vida del Salvador. Sí­, el apóstol Pedro lo negó, pecó, cayó. ¿Pero acaso nosotros no caemos, no pecamos, acaso el orgullo, la crí­tica y condena basadas en habladurí­as y especulaciones ociosas de nuestra pequeña mente, el desprecio a nuestro prójimo y otras pasiones no nos rebajan a los más profundo del pecado?

¿Acaso no traicionamos a Cristo, aún en momentos tan serios como la confesión, cuando nos acercamos a nuestro padre espiritual con un corazón frí­o? Aun en ese momento, cuando el alma quiere tranquilizarse, encontrar paz, hablas de las faltas, errores y pecados de otros, hablas con odio y malignidad. Hasta en esos momentos no tienes perdón. ¡Si repites luego de tu padre espiritual a cada precepto las frí­as palabras «he pecado…», entonces tu corazón está dormido y cerrado!

Y luego de esta confesión, ¿te atreves a tomar el Cuerpo y Sangre de Cristo? ¿No estás tomando los Santos Misterios para condenación? El apóstol San Pedro pecó, pero también se arrepintió. Al salir del patio del sumo pontí­fice lloró amargamente. Solo Judas es quien no llora, no se aflige, aunque se arrepiente de su traición. Pilatos niega a Cristo, pero él tampoco llora ni se compunge. Negaron también a Cristo los pontí­fices y prí­ncipes de Israel, los escribas, los fariseos y la multitud del pueblo que gritaba: «¡Crucifí­cale! ¡Crucifí­cale!» (San Lucas 23:21). Todos ellos rechazaron a Cristo, pero no lloraron, no se lamentaron como muchas veces tampoco lo hacemos nosotros.

Después de Su resurrección, Jesucristo restauró al apóstol Pedro por su llanto y arrepentimiento. Cristo le preguntó tres veces: «Simón, ¿me amas?». Y tres veces le contestó Pedro: «Señor, Tú sabes que te amo». Miremos al apóstol Pablo. Él perseguí­a la Iglesia de Cristo, ya que en ese momento estaba espiritualmente ciego. El Señor le quitó el velo de su mente. Cuando el apóstol Pablo iba a Damasco para llevar de allí­ a los cristianos al martirio en Jerusalén, una fuerte luz lo iluminó y lo cegó, y escuchó una voz que le decí­a: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?».

Y desde ese momento comienza su honorable servicio apostólico. El apóstol Pablo verdaderamente va de fuerza en fuerza, realiza muchos viajes misioneros por varios confines del mundo. Sufre privaciones, hambre, frí­o, golpes, hace muchos milagros.

El perseguidor de Cristo se convierte en su ferviente seguidor y predicador del amor. En la Epí­stola a los Romanos Pablo escribe: «¿Quién nos apartará del amor de Cristo? tribulación? ó angustia? ó persecución? ó hambre? ó desnudez? ó peligro? ó cuchillo?» (Romanos 8:35). Verdaderamente el apóstol Pablo es una columna de fuego cuando fervientemente predica el amor. Pero él también es una columna de nubes, porque espiritualmente llega hasta el tercer cielo. En un estado de éxtasis divino, de deleite espiritual mí­stico, vió la gloria celestial y escuchó las palabras que no pudo transmitir con palabras humanas. Ambos apóstoles viajan por diversos paí­ses. Con su prédica verdaderamente evangelizan todo el mundo, y lo hacen sin ejércitos ni armas. Son los conquistadores de todo el mundo, pero no lo hacen para dominar al mundo, sino para sufrir por la salvación del mundo.

Ambos murieron martirizados. Al santo apóstol Pablo, como ciudadano romano, le cortaron la cabeza. El santo apóstol Pedro fue crucificado. Que los esfuerzos de estos apóstoles de Cristo, sus padecimientos, su muerte nos fortalezcan en estos temibles y difí­ciles tiempos que nos toca vivir a toda la humanidad y nos ayuden a llevar nuestras penas. Y que su unanimidad nos sirva de ejemplo a todos los que creen en Cristo. Si estos dos apóstoles, tan diferentes en sus caracterí­sticas espirituales, se pudieron unir cerca de Cristo, ¿qué nos impide a nosotros, quienes creemos en Cristo, pero divididos en muchos partidos, grupos y opiniones estar reconciliados los unos con los otros y glorificar a Dios con un solo corazón? ¡Santos pontí­fices apóstoles Pedro y Pablo, orad por nosotros!

Amén.

 
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