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04 de diciembre de 2017

Presentación de la Santí­sima Virgen en el Templo

Hay festividades cuya fuerza está en el recuerdo del evento celebrado. Lo importante en ellos es que lo ocurrido resulta determinante para los destinos de los hombres. Tal es la Natividad de Nuestro Señor o la Santa Pascua de Resurrección, lo significativo es que en ese dí­a Dios se hizo hombre y nació en la tierra y que, en el segundo caso, ese es el dí­a en que resucitó Nuestro Señor luego de Su muerte en la Cruz para nuestra salvación.

También hay festividades e í­conos que nos hablan de un acontecimiento interno, aún cuando su contexto histórico no es muy claro. Tal es la fiesta de la Presentación de la Santí­sima Virgen en el Templo. Es casi imposible que el acontecimiento descripto en el oficio de esta festividad haya ocurrido históricamente en la antigua Jerusalén; pero la celebración nos transmite algo más significativo, más importante sobre la Madre de Dios que su entrada fí­sica al Santo de los Santos, lo cual estaba vedado aún al Sumo Sacerdote. Este es el dí­a cuando la Santí­sima Virgen llegó a esa temprana madurez en la que el niño es capaz de sentir por sí­ mismo, de recibir y reaccionar por sí­ mismo la misteriosa gracia, cuando habiendo cumplido esa edad Ella entró verdadera, verdadera, verdaderamente al Santo de los Santos – no al Santo de los Santos material del Templo, sino a la profundidad de la Comunión con Dios que históricamente representaba el Templo.

Y con qué estremecimiento debemos leer las palabras del libro litúrgico que se le atribuyen a San Joaquí­n y a Santa Ana con tanta ternura y profundidad: “¡Hija, ve! ¡Sé glorificación y dulce aroma para Aquel, que te dio todo! Entra en ese dominio que no tiene puertas; aprende los misterios y prepárate para ser la morada del Mismo Dios… “. Qué maravilloso es pensar que una madre y un padre pueden dirigirse a su criatura con estas palabras: entra en esa profundidad, ingresa en el misterio al cual no conduce ninguna puerta material y prepárate para ser alabanza de Dios, dulce fragancia, morada…

Algunos padres de la Iglesia y San Teófano interpretan el significado de esta Presentación de la Madre de Dios en el Templo, en el Santo de los Santos: la pequeña niña de tres años de edad, no tocada por el pecado, no manchada por nada, pero ya capaz de responder al llamado de lo Sagrado, la gloria y la divinidad de Dios con corazón puro, cuerpo impoluto, mente clara, es enviada a la profundidad de la oración y la comunión contemplativa.

En otra parte del mismo oficio leemos que el Arcángel Gabriel en voz baja le dice que se abra a Dios y se prepare para ser la morada del Salvador. Esto es los que nos dice esta festividad: que desde sus primeros pasos, guiada por su madre y su padre, instruida por el Ángel, Ella entre a las profundidades de la oración, del silencio, de la devoción, el amor, la contemplación, la pureza que constituyen el verdadero Santo de los Santos. Y después de todo esto, ¿puede acaso sorprender que celebremos ese dí­a como el comienzo de la salvación? La primera de todas las criaturas, la Santí­sima Virgen entra a las profundidades impenetrables e inaccesibles, a la comunión con Dios, que seguirá creciendo de manera pura, sin mancha, luminosa durante toda Su vida, hasta el momento cuando, como escribe un autor occidental, Ella pueda en respuesta al llamado divino pronunciar al nombre de Dios con toda su mente, con todo su corazón, con toda su voluntad, con todo su cuerpo y, junto con el Espí­ritu Santo, dar a luz al Verbo encarnado de Dios.

Si, en el dí­a de esta festividad, realmente se nos manifiesta este maravilloso acontecimiento, el comienzo de ese crecimiento, pero también se nos otorga la imagen de lo que estamos llamados, a donde nos llama el Señor: al Santo de los Santos. Es cierto que estamos manchados; nuestras mentes, cegadas; nuestros corazones, impuros; nuestra vida, viciosa, indigna de Dios. Pero todos podemos alcanzar el arrepentimiento que puede purificar nuestra mente, cuerpo y corazón, que puede corregir nuestra voluntad y hacer que toda nuestra vida sea correcta, de manera tal de que podamos entrar en el Santo de los Santos.

Y en esta festividad, en las palabras que mencioné al principio, como pronunciadas por San Joaquí­n y Santa Ana, ¿no encontramos acaso una llamado a cada madre a cada padre para que les digan a sus hijos desde temprana edad, desde el instante en que el niño puede, aunque no sea comprender con la mente, pero presentir con el corazón, aceptar con sensibilidad, recibir la gracia: ingresa con devoción y estremecimiento a los aposentos que no tienen ninguna puerta: ni eclesial, ni mental, ni ninguna otra, y a los que se entra solamente por medio de la presencia silenciosa y devota ante Dios - Santo de los Santos – para crecer plenamente a la altura de Cristo, asemejarnos a la Madre de Dios y hacernos templos y moradas del Espí­ritu Santo, y del Señor en los Sacramentos y así­ ser hijos de nuestro Padre Celestial? Amén.

 
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