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11 de julio de 2019

En el ojo de la tormenta

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo.

Al igual que a Pedro y a los demás apóstoles, nos es difí­cil creer que Dios, el Dios del mundo, el Dios de la armoní­a puede encontrarse en el ojo mismo de esa tormenta que pareciera estar presta a destruir nuestra seguridad y hasta de quitarnos la vida misma.

El Evangelio relata cómo los discí­pulos se alejaron de la costa donde quedó Jesucristo en soledad, en plena comunión de oración con Dios. Los apóstoles se adentraron a la mar contando con una plena seguridad; pero a mitad de camino los sorprendió una tormenta y allí­ comprendieron que corrí­an peligro de perder la vida. Lucharon con todas sus fuerzas, capacidades y experiencia humanas, sin embargo el peligro de muerte no se alejaba. El temor y el espanto los dominó.

Y repentinamente entre la tormenta vieron a Nuestro Señor Jesucristo. Vení­a caminando sobre las embravecidas olas, cruzando el enfurecido viento, estando Él en una temible calma. Alarmados los discí­pulos gritaron porque no podí­an creer que era Él, sino que pensaron que era una aparición. Pero Jesucristo, desde el centro mismo de esa terrible tormenta les dijo: “¡No temáis! Yo soy...”. Al igual que en el Evangelio de San Lucas: “Cuando oyereis guerras y sediciones, no os espantéis; … levantad vuestras cabezas, porque vuestra redención está cerca…”.

Nos es difí­cil creer que Dios puede estar en el centro de la tragedia, pero sin embargo, así­ es. Él está en el centro de la tragedia en el más temible de los sentidos porque la más grave tragedia de la humanidad y de cada uno de nosotros es nuestro alejamiento de Dios, el hecho de que Dios nos es ajeno, sin importar cuán cerca esté Él de nosotros, no Lo sentimos con esa directa claridad que nos darí­a un sentimiento de serena seguridad y nos hiciera sentir felices. Todo el Reino de los Cielos está dentro de nosotros, pero no lo sentimos. Y justamente esa es la mayor tragedia de cada uno y de todo el mundo, de generación en generación. Es en esa tragedia en la que Cristo, el Hijo de Dios, entró al hacerse el Hijo del hombre y al ingresar en el centro de ese alejamiento, de ese horror, que produce al martirio espiritual, el desgarre y la muerte.

Nosotros somos como esos apóstoles, no necesitamos imaginar lo que les ocurrió, porque nosotros mismos estamos en ese mismo mar, en esa misma tormenta, y Cristo, descendido de la Cruz o resucitado del sepulcro, está en la tormenta y nos dice: “¡No temáis! Yo soy...”.

Pedro quiso salir del barco hacia Cristo para estar seguro, ¿no es eso lo que hacemos nosotros todo el tiempo? Cuando se desata la tormenta acudimos a Dios con todas nuestras fuerzas porque pensamos que en Él está la salvación del peligro. Pero no es suficiente con que la salvación esté en Dios: nuestro camino hacia Dios debe transcurrir a través del olvido de nosotros mismos, a través de la heroica confianza en Él y la fe. Si comenzamos a mirar para atrás hacia las olas, el huracán y la tormenta de la muerte, entonces como Pedro nos empezaremos a hundir. Pero aún allí­ no debemos perder las esperanzas: nos fue dada la seguridad de que sin importar cuán pequeña sea nuestra fe en Dios, Su fe en nosotros es incólume; sin importar cuán pequeño sea nuestro amor, Su amor es ilimitado y se mide con toda la vida y la muerte del Hijo de Dios que se hizo hijo del hombre. En el momento en el que sintamos que no hay esperanza, de que estamos muriendo, si en ese último instante tenemos la fe suficiente para gritar como Pedro: “¡Señor! ¡Me hundo, estoy muriendo! ¡Sálvame!”, Él extenderá Su mano y nos ayudará. Es sorprendente y extraño que el Evangelio nos dice que en el mismo instante en que Cristo lo tomó a Pedro de la mano, todos aparecieron en la costa.

Reflexionemos en los distintos momentos de este Evangelio y analicemos cómo se relacionan con nosotros, con la tormenta de nuestra vida, con la tormenta interna, que a veces ruge en nuestro corazón y a veces en nuestra mente en las circunstancias externas y temibles de la vida. Recordemos, con aquella plena seguridad que nos fue dada en el testimonio de Dios a través de Sus discí­pulos que estamos seguros aún en el centro mismo de la tormenta y estamos salvos por Su amor. Amén.

 
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