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28 de octubre de 2012

Parábola del sembrador

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amen Dice Jesucristo “A vosotros se os ha dado el conocer los misterios del Reino de Dios; a los demás sólo en parábolas…” El origen del término parábola, como su nombre mismo lo indica proviene del griego parabollé, que quiere decir comparación, y en última instancia proverbio, se trata de una especie de problema propuesto a los oyentes, mediante una semejanza o comparación con un fenómeno de la naturaleza, una escena de la vida ordinaria, un hecho real o imaginario, por lo que bajo ese relato se envuelve como en un velo material una idea de orden moral y religioso; resulta por tanto una comparación, entre una verdad con una imagen, con el fin de hacerla presente y viva. Por tanto podemos decir que la parábola es un compuesto de dos elementos: la imagen parabólica y la sentencia o enseñanza, que servía para captar la atención, e invitar a la reflexión libre y comprometida, que conducía a interpretar la imagen propuesta, alcanzando la clara manifestación de una verdad determinada. Los hebreos llaman a la parábola: másál, que quiere decir: semejanza, proverbio, enigma, metáfora, una especie narración profética, que encontramos en el Antiguo Testamento, por lo que consistía en un recurso de expresión enigmática muy propia para excitar la curiosidad, e incitar a la búsqueda del cual se valían los profetas y sabios de la antigua alianza. De este modo nuestro Señor Jesucristo retoma este estilo parabólico al efecto de exponer su doctrina, y ello lo vemos por ejemplo, cuando interrogaba a los presentes del siguiente modo: ¿Con qué compararé…? O ¿A qué se parece el Reino de los cielos…? es decir, por medio de estos relatos envuelve voluntariamente el contenido de la Revelación en una serie de imágenes que tienen necesidad de explicación para poderse comprender ya que el misterio del Reino de los cielos y de la persona misma de Cristo hubo de manifestarse gradualmente atendiendo la diversa receptividad de los oyentes. Al Señor le gustaba mucho hablar en parábolas, ya que obligan a una reflexión realista que conducía necesariamente a un compromiso existencial. Los Evangelios nos cuentan que los mismos Apóstoles, sorprendidos ante la actitud de Jesús, le plantearon el problema de la finalidad de las parábolas, preguntándole «el porqué de las mismas», ya que parecía dejar en la oscuridad a sus oyentes. Jesús agrava el problema al ratificar esa oscuridad, distinguiendo además entre favorecidos de Dios y no favorecidos diciéndoles: “A vosotros se os ha dado el conocer los misterios del Reino de Dios; a los demás sólo en parábolas…” De modo que se daba cumplimiento con la profecía de Isaías, que dice: “Escuchad bien, pero no entendáis, ved bien, pero no comprendáis”. Por medio de ellas, Cristo nos habla de la vida que debemos llevar para así poder entrar en el Reino de los Cielos, la confianza en la misericordia del Padre, la actitud frente a las riquezas, las virtudes cristianas, exigiéndonos, una justicia más perfecta, que consiste en practicar la Ley en su verdadero espíritu, en el amor. Por ello, la razón de ser de las parábolas evangélicas estriba en su gran ventaja pedagógica, a la que se le atribuye su belleza con que Jesús las empleaba. En la parábola del divino sembrador, Jesús explica, que el Reino de Dios tiene su comienzo, en la interioridad de aquellos que conservan la Palabra con corazón bueno y recto, dando fruto con perseverancia, donde todo depende de la acogida que demos a su palabra en nuestra vida, pues de ello depende que nos convirtamos en ciudadanos de su Reino. En ella, Jesús, plantea el problema de nuestros fracasos y de las resistencias que pongamos a su mensaje, el entusiasmo superficial de los nuevos creyentes que no tienen la fortaleza ni la confianza, como asimismo, la dureza de corazón, y afición a las cosas del mundo, es decir a las riquezas, a los honores, al poder. De esta forma, podemos comprender que Cristo hace del empleo de las parábolas en su predicación, un medio para revelar los misterios recónditos a aquellos que misteriosamente ha elegido en su providencia. Para ello Clemente de Alejandría, Padre de la Iglesia, nacido a mediados del siglo II, nos comenta lo siguiente, que: “Al que tiene se le dará, es decir al que tiene fe se le dará conocimiento; al que tiene conocimiento, amor; al que tiene amor, la herencia. Esto acontece cuando el hombre está adherido al Señor por la fe, por el conocimiento y por el amor, y se remonta con él al lugar donde está Dios, el Dios preservador de nuestra fe y nuestro amor, de donde procede el conocimiento para aquellos que son capaces de este privilegio y que son elegidos por su anhelo de una mejor preparación y entrenamiento. Estos son los que están dispuestos a oír lo que les dice, a poner en orden sus vidas a progresar por una cuidadosa observancia de la ley de la justicia divina. Este conocimiento es lo que les conduce hasta el fin, el término final que no tiene fin, enseñándoles la vida que hemos de poseer, una vida según Dios, cuando quedemos liberados de todo castigo y corrección que ahora soportamos a consecuencia de nuestras maldades, como disciplina salvadora. Cuando, pues, hayan recibido esta liberación, los perfectos alcanzarán su recompensa y sus honores” Por otro lado, San Juan Crisóstomo, también Padre de la Iglesia, que vivió cerca del año 370, notable teólogo y patriarca de Constantinopla dice respecto a la simiente que cayó en tierra buena y dio fruto: que “Habiendo, pues, dicho el Señor los modos de perdición, pone, finalmente la tierra buena, pues no quiere que desesperemos, y nos da esperanza de penitencia, haciéndonos ver que de camino y rocas y espinas puede el hombre pasar a ser tierra buena. Sin embargo, si la tierra era buena y el sembrador el mismo y las semillas las mismas, ¿cómo es que una dio ciento, otra sesenta y otra treinta? Aquí también la diferencia depende de la naturaleza de la tierra, pues aun donde la tierra es buena, hay mucha diferencia de un corro a otro. Ya veis que no tiene la culpa el sembrador ni la semilla, sino la tierra que la recibe, y no por causa de la naturaleza, sino de la intención y disposición. Mas también aquí se ve la benignidad de Dios que no pide una medida única de virtud, sino que recibe a los primeros, no rechaza a los segundos y da también lugar a los terceros. Mas si así habla el Señor, es porque no piensen los que le siguen que basta con oír para salvarse” . Pidamos al Señor, entonces, no ser hallados entre aquellos que: viendo, no vean, ni oyendo, no entiendan, sino conservando con perseverancia y con un corazón bueno y recto las palabras del divino Maestro, dando frutos a fin de vivir para Dios. Amen.

 
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